"IMPRESCINDIBLE ETIQUETA"
POR DANIEL GUTIÉRREZ
El
Blood Meet, se encontraba en uno de los barrios más exclusivos de la
ciudad. Era un nuevo concepto de cocina que estaba arrasando en todas
partes del mundo, y era prácticamente imposible conseguir mesa, a no
ser que fueras alguien influyente.
Samuel
lo consiguió. Después de decenas de llamadas, de recomendaciones, y
de algún que otro regalo a la persona adecuada, logró reservar una
mesa para él, su novia, y su mejor amigo. Los dos le felicitaron
cuando se enteraron de la excelente noticia.
Ahora
se encontraban de pie, en la acera, esperando pacientemente en la
inmensa cola de zombis que salía desde el interior del local, y que
daba la vuelta a la manzana en una aberrante procesión de lamentos,
llagas, y pústulas.
–No
te imaginas las ganas que tengo de comer ahí –dijo su novia
mirando el restaurante mientras se relamía intentado refrenar un
ataque de ira.
Un
reguero de babas escapó por la comisura de sus labios, mezclado con
un amarillento liquido maloliente. Samuel se acercó a ella, y pasó
su lengua por el chorro de saliva y pus. Lo tragó con placer, para
después besarla en sus inflamados y morados labios.
–Enseguida
entramos, no te pongas nerviosa. Yo también tengo ganas. Empiezo a
estar cansado de perseguirles. Prefiero que me los pongan en el plato
–musitó Samuel con melancolía.
–Si
tienes hambre yo he traído un aperitivo. Intuía que la espera iba a
ser larga.
El
que habló fue Marcos, un buen amigo de Samuel desde hacía años. De
hecho era su mejor amigo. Habían muerto juntos en un accidente de
moto. Ambos salieron despedidos de la Ducati de Samuel para
empotrarse contra uno de los guardaraíles de la carretera. Murieron
en el acto por diversos traumatismos. Desde aquel entonces, cuando se
volvieron a levantar del suelo sin comprender lo que pasaba, no se
habían separado.
–¿Qué
es? –preguntó Susana.
Marcos,
sacó de uno de los bolsillos interiores de su americana un intestino
enrollado cubierto de pelusas y suciedad. Cientos de insectos
trabajan en los pliegues de las entrañas, atareados en transportar
pedazos microscópicos de carne.
–¿Pretendes
qué me coma eso? –dijo ella entre divertida y asqueada.
–Como
si no hubieras comido cosas peores... –dijo él arrancando un trozo
de tripas con los dientes.
La
fila de muertos vivientes avanzaba a paso lento por la calle. Cada
pocos minutos, una furgoneta oxidada, paraba en la puerta del
restaurante para dejar mercancía. Hombres, mujeres, ancianos y niños
eran transportados metidos en grandes sacos desde el vehículo hasta
las cocinas del restaurante, entre gritos, sollozos y lamentos.
–No
sé porque se quejan tanto –espetó Samuel mientras se arrancaba un
jirón enorme de piel de su brazo derecho–. ¿Quieres?
Susana
se comió lentamente el trozo de carne podrida que le tendió su
novio.
–Supongo
que aún no han asimilado su condición. En el fondo les comprendo
–dijo ella.
–Yo
también les entiendo... –Samuel miraba como transportaban a otro
grupo al interior del local–. ...pero me encantan.
Los
tres rompieron en una sonora carcajada. A él le dio tal ataque de
tos que apunto estuvo de partirse por la mitad. Una vez recuperada la
compostura, se recolocó la chaqueta y la corbata, que ya estaban
repletas de sangre y pus debido al continuo goteo de su boca.
Avanzaron
unos metros más en silencio. Se encontraban ya debajo del grandioso
cartel de neón que coronaba la puerta del Blood Meet. El portero, un
hombre de color de al menos dos metros, miraba sin pausa el libro de
reservas que se encontraba depositado en un pequeño atril. Algunos
entraban, otros, los que pretendían colarse sin reserva, eran
echados de la fila a golpes y empujones.
Una
pequeña reyerta tenía lugar justo por delante de ellos. Dos hombres
unidos por el costado y en un visible estado de putrefacción,
discutían con el gorila de la puerta.
Marcos
se puso de puntillas para ver que sucedía.
–Vaya
–dijo realmente intrigado–. Es la primera vez que veo siameses.
Susana
le miró sonriendo.
–Quiero
decir... había visto fotos, y por la televisión... cuando había
televisión, ya sabéis. Pero nunca tan cerca. Es fascinante...
Los
hombres se fueron dedicando al portero toda clase de improperios. Sus
dos cabezas, le insultaban ferozmente bajo la atónita mirada de los
demás zombis, que guardaban fila pacíficamente mirando el
espectáculo.
Llegó
su turno.
–¿Tienen
reserva señores? –preguntó el portero mirándoles con su único
ojo.
Le
faltaba media cara, que supuraba ríos espesos de pus coagulado por
su cuello y camisa. El agujero donde tendría que haber estado el
otro ojo, era una hendidura infecta repleta de gusanos.
–Sí,
Samuel Hernández. Para tres.
Hizo
el gesto con los dedos. Uno de ellos, el índice, dejaba asomar el
hueso por la punta.
–Perfecto,
gracias, pueden pasar –dijo el negro zombi haciéndoles un gesto
hacia dentro.
Cuando
entraron, se quedaron con la boca abierta durante unos segundos. El
local era grandioso. Decenas de mesas se extendían por los cientos
de metros cuadrados de extensión del restaurante.
Era
de forma rectangular. Tres de las paredes se hallaban recubiertas de
jaulas con humanos dentro. Samuel miraba a toda aquella gente
gritando dentro de sus cárceles. Estaban sucios, algunos muy
delgados y desaliñados. Otros, por el contrario, presentaban muy
buen aspecto, rollizos y con buen color. Supuso que eran los que
acababan de ver entrar en sacos cuando esperaban su turno en la cola.
Un rápido calculo le hizo creer que al menos habría trescientas
personas allí encerradas.
Miraban
horrorizados a los comensales, chillando, llorando, amenazándoles
con todo tipo de insultos e improperios. Se arrojaban sobre los
barrotes con el objeto de abrir las puertas a base de golpes, pero
todo su esfuerzo era en vano. También vio como algunos yacían
quietos en el suelo de las jaulas. Quizás resignados a ser entrante
o postre, o muertos ya de inanición o por asfixia.
La
otra pared del restaurante, la que no estaba cubierta de celdas,
dejaba a la vista la cocina. Una enorme cristalera daba fe de cómo
los esmerados cocineros preparaban los platos. En ese momento, dos
zombis vestidos de blanco con sendos sombreros, despedazaban a un
gordo entre gritos de agonía. Uno de los chefs, le arrancó los
brazos tras un par de golpes con un afilado cuchillo de carnicero. El
otro, un muerto bastante morado e hinchado, despellejaba lentamente
las piernas del infeliz, para posteriormente, depositar las tiras de
piel en un plato que ya tenia una base de lenguas.
El
zombi abotargado cogió el plato con una de sus pútridas manos, y
miró una comanda que colgaba de una viga de madera.
–¡Marchando
la de piel con lenguas! –gritó para hacerse oír por encima del
barullo reinante.
Un
camarero fue hasta él para recoger el plato. Lo llevó veloz hasta
una de las mesas, donde un solitario muerto comenzó a degustar el
plato con sumo placer.
–Me
encanta este sitio –dijo Marcos mirando el ir y venir de camareros
por entre las mesas.
Otro
camarero les abordó.
–Buenas
noches señores. ¿Están atendidos? –dijo amablemente.
–No,
aún no –dijo Susana mostrando los dientes–. Tres. Tenemos
reservada la mesa “especial” –apuntó resaltando la palabra.
–¿La
especial? –el camarero abrió mucho los ojos que ya se asemejaban a
dos pasas por el efecto de la putrefacción–. Eso si que es suerte
amigos. Deben tener contactos importantes.
Samuel
vio como su novia le miraba con adulación, a lo que él respondió
con su mejor sonrisa y guiñándole un ojo.
El
camarero les hizo un gesto para que le siguieran. Fueron esquivando
sillas y mesas hasta la suya. Esta se encontraba en un rincón al
fondo del restaurante. Un impoluto y blanco mantel la cubría hasta
el suelo, tapando unos finos y duros barrotes que salían desde la
superficie de madera hasta el entarimado, formando así una pequeña
celda-mesa. Un agujero se situaba justo en el centro.
–Enseguida
les traigo la carta. ¿Quién beber algo mientras tanto?
–Una
jarra grande de jugo cerebral. Con mucho hielo –pidió Marcos.
El
camarero se fue raudo por entre las mesas esquivando a otro que se
disponía a servir una ensalada de pezones en la mesa de al lado.
Volvió a los pocos segundos con tres cartas que distribuyó entre
ellos.
–Cuando
sepan que quieren háganme una seña. Supongo que si han pedido esta
mesa es porque quieren el plato especial de la casa –dijo el muerto
sacando una libreta llena de sangre de uno de sus bolsillos.
–Por
supuesto –contestó Samuel–. Lo comeremos de segundo. Vamos a
mirar los entrantes.
Los
tres se miraron y abrieron las cartas acompasados. Miraban el
exquisito menú con adoración. Platos que jamás se habían
imaginado se sucedían uno tras otro en una orgía de placer que
nunca habían visto.
–¡Eh!
Mirad este –exclamó Susana entusiasmada–. Revuelto de lóbulos y
campanillas... Creo que lo voy a pedir. No recuerdo la última vez
que comí lóbulos, y desde luego no fue sentada en una mesa con un
mantel reluciente.
Samuel
se rió por el comentario de su novia. Se acercó lentamente y le dio
un beso en los labios. Un hilo de sangre coagulada quedó colgado de
su labio inferior. Ambos rieron ante la mirada de Marcos, que
alternaba su vista entre ellos y la carta.
–Precioso...
–dijo simulando un aburrimiento atroz–. Yo pediré los ojos en
salsa de bilis.
Cerró
la carta con desdén y la dejó en un lateral de la mesa, encima de
la de Susana, que ya había soltado la suya tras decidir su plato.
–¿Y
tú Sam? ¿Ya sabes qué quieres? –dijo ella interrogándole con la
mirada.
Él
pasó atrás y adelante una de las hojas hasta que señaló la
primera línea de una de las páginas.
–Sí.
Creo que me voy a animar con los pulmones en base de párpados.
Se
deshizo de la carta justo cuando el camarero se aproximaba con la
jarra de jugo cerebral. La depositó en la mesa con cuidado y tomó
nota de los platos. Se fue tan rápido como había llegado.
Samuel
llenó los vasos de Susana y Marcos, para posteriormente hacer lo
propio con el suyo. Marcos lo levantó en el aire.
–Esto
si que es comer amigos, se acabó el andar corriendo por las calles
detrás de esos apestosos –dijo señalando una de las jaulas
repletas de gente.
–No
creo que podamos permitirnos esto todos los días –replicó Susana
después de dar un gran trago a su jugo–. El correr por las calles
no ha acabado.
–Es
cierto –apuntó Samuel–. Además... ¿Cuántos crees que quedan?
Llevamos años alimentándonos de ellos, pronto se acabaran...
Un
aire de tristeza ensombreció su pútrida cara.
–No
nos pongamos sentimentales hoy ¿vale? –dijo Marcos–. Quizás
esta cena sea el principio de algo bueno.
Los
tres sonrieron y levantaron sus copas al aire.
–Brindo
por eso amigo.
Samuel
chocó la copa con él y con su novia. Todos bebieron ansiosos hasta
dejar los vasos vacíos.
El
camarero llegó en ese instante con los primeros platos. Dejó los
pulmones delante de Samuel, y el revuelto y los ojos en sus
respectivos sitios en la mesa.
–Salud
–dijo alejándose de nuevo.
Marcos
no tardó en lanzarse a por los ojos. Hundió su cabeza en el plato
sorbiendo la salsa ayudándose de las manos para engullir todos los
globos oculares uno a uno. Un ansia enfermiza se apoderó de él
mientras devoraba la comida.
Susana
y Samuel no se quedaron atrás. Se abalanzaron sobre sus platos como
animales salvajes. Los fluidos, la sangre, y los restos de piel y
carne, resbalaban por sus infectos dientes y labios salpicando la
totalidad de la mesa y a los comensales cercanos. A nadie le
importaba, pues ellos mismos también eran salpicados por el resto de
zombis.
El
contenido de los platos desapareció en unos minutos. Ninguno habló
durante el festín, solo devoraron, trituraron, y tragaron sus
raciones como bestias inmundas. Levantaron la cara y se miraron
fijamente.
–Hacía
tiempo que no comía algo tan sabroso –dijo Samuel tras hurgarse
con el dedo entre dos dientes podridos.
–Sublime
–susurró Susana extasiada por la comida.
Embriagados
como estaban por la excelencia de lo que acaban de comer, se vieron
interrumpidos por unos desgarradores gritos provenientes de la
cocina. Dos zombis agarraban a un hombre fuertemente, mientras otro
le ataba las manos a la espalda y aseguraba sus tobillos con una
brida metálica. Cuando lo tuvieron asegurado, le arrastraron por
entre las mesas mediante una soga al cuello que uno de ellos ató con
dureza.
–Creo
que viene nuestro especial de la casa–dijo Samuel con sorna.
–Oh
si, ya lo creo. Y tiene buen aspecto, no como esos enclenques
enjaulados de las paredes –puntualizó Marcos mirando de nuevo a
los presos.
Los
putrefactos camareros llegaron hasta ellos. El hombre se retorcía en
suelo mientras aullaba a pleno pulmón. Pataleaba y hacia aspavientos
con las manos en todas direcciones. Tres trabajadores más tuvieron
que acercarse hasta la mesa para ayudarles a meterle dentro. Una vez
lo hubieron reducido fue bastante más fácil.
Uno
de ellos, sacó de su bolsillo una llave que usó para abrir una
pequeña puerta en los bajos de la mesa. Introdujeron al hombre, en
posición fetal, y aseguraron con grilletes sus brazos y sus piernas
a los barrotes. Después, uno de ellos, metió la mano por la
abertura central de la mesa hasta agarrar su cabeza. Le izó tirando
fuertemente de la cabellera, hasta que el cuello quedó a ras de la
mesa. Sin darle tiempo a reaccionar, le colocaron una suerte de
collarín de hierro, inmovilizando así la cabeza al agujero, y
manteniendo el cuerpo debajo.
El
hombre había parado de gritar, pero ahora, desde su posición y
viendo las caras de los tres monstruos que tenia alrededor, comenzó
a llorar como un niño al que le hubieran quitado la teta de la boca.
–Espero
que sea de su gusto –dijo sofocado el camarero.
Susana
miraba la cabeza del hombre con apetito asesino. Esta, completamente
rapada, dejaba entrever varias venas de color azulado por toda su
superficie.
–Lo
es, muchas gracias –contestó reprimiendo las ansias por clavarle
los dientes en el cráneo.
–¿Desean
herramientas para partirlo? ¿Martillos? ¿Sierras?
Marcos
y Samuel se miraron con gesto divertido mientras se colocaban la
servilleta en el cuello de la camisa.
–No
gracias, creo que usaremos los dientes directamente –resopló el
segundo impaciente por empezar.
–Buen
provecho –dijo el camarero retirándose.
El
hombre les miró aterrado. El collarín del cuello le dejaba muy poco
margen de maniobra, pero contorsionándose al máximo, era capaz de
ver a los tres comensales.
–No
lo hagan por favor –suplicó–. No me coman, yo no he hecho
nada... ¡no he hecho nada! No merezco esto... no lo merezco.
Comenzó
a llorar de nuevo haciendo que un rió de lágrimas resbalara por su
rostro.
–¿Cómo
que no lo mereces? –saltó Samuel escupiéndole en mitad de la
cara.
El
escupitajo, un mejunje de saliva, pus, y sangre, impactó en la
frente del infeliz.
–¿A
cuantos de nosotros mataste cuando empezó esto? ¡A cuantos! No
tenemos la culpa de que se hayan vuelto las tornas.
El
hombre dejó de llorar unos instantes y miró a los ojos de Samuel.
Quiso ver algo de humanidad en aquella amorfa y sanguinolenta
aberración, pero no encontró nada de eso. Sus ojos no tenían vida,
eran inertes, como dos piedras blancas demasiado gastadas por la
erosión.
–Yo...
yo... –balbuceó–. No sé a cuantos maté... Era distinto por
dios, era una epidemia, estábamos asustados. Los contagios se
contaban por miles, atacaban a la población. ¿Qué íbamos a hacer?
–No
sé para que hablas con él –interrumpió Susana–. Sabes lo que
son y lo que han hecho con nosotros. Nos aniquilaron por millones al
principio, sin contemplaciones. Incluso a los niños. Son ratas.
El
preso giró la cabeza todo lo que pudo para mirarla de reojo.
–No
teníamos otra opción, esto... sois.... ¡es antinatural! Es una...
Pero
no le dio tiempo a decir más. Marcos se abalanzó sobre su lisa y
blanca cabeza, y le hincó los dientes en el cráneo. La dentellada
fue sublime. Arrancó carne y hueso hasta dejar a la vista el cerebro
del reo.
Susana
se le unió de inmediato. Sus mordiscos sonaban similares a un
constante machacar de nueces. A cada bocado, un agujero aparecía en
la cabeza del ya muerto humano. Samuel, que por un momento pareció
recapacitar por lo que el hombre estaba diciendo, no pudo contenerse
ante la visión de los sesos al descubierto. Estiró la mano, y
agarró un pedazo de materia gris que se llevó a la boca después de
restregarse la totalidad de la cara con la pegajosa masa.
Entre
los tres acabaron con la cabeza en unos minutos. No quedó nada, solo
pequeños fragmentos de hueso, los dientes y las mandíbulas. Cuando
hubieron separado por completo la cabeza del cuerpo comenzaron a
hurgar en el inmenso agujero del cuello. Extrajeron la traquea,
músculos y tendones, hasta que el sólido collarín de hierro no les
dejó seguir escarbando.
Marcos
soltó un atronador eructo, al tiempo que se daba pequeños golpes
con el puño en el pecho.
–Esto
ha sido colosal –dijo abrumado–. Un cerebro excelente.
–Y
tanto –comentó Susana, que aún tenia restos de sesos por la cara,
el pelo y las manos.
–Definitivamente...
creo que tendremos que repetir –soltó en una fuerte risotada
Samuel.
Sus
amigos se le unieron, y los tres compartieron una espléndida
sobremesa, hablando de tiempos peores cuando aún estaban vivos, y lo
tremendamente felices que eran ahora estando muertos.
Disfrutaron
de exquisitos postres: soufflé de hígado para Susana, sorbete de
jugos gástricos para Samuel, y una exquisita tarta para Marcos, que
repitió pidiendo sesos con virutas de uñas.
Pagaron
la cuenta, y se marcharon del Blood Meet, no sin antes firmar en el
libro de visitas que había en la entrada.
De
camino a casa aún tomaron algo más, pero de mala manera y a la
carrera, como tenían por costumbre, nada equiparable a los manjares
que acababan de degustar en aquel palacio de la comida.
Se
despidieron y quedaron para otro día, esta vez para ir a un buffet
que acaba de abrir cerca de donde vivía Marcos, pero eso sería otro
día.
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