LA VOZ DE LOS MUERTOS
Tus muertos vivirán; sus cadáveres resucitarán. ¡Despertad y cantad, moradores del
polvo! porque tu rocío es cual rocío de hortalizas, y la tierra dará sus muertos.
Porque he aquí que Jehová sale de su lugar para castigar al morador de la tierra
por su maldad contra él; y la tierra descubrirá la sangre derramada sobre ella, y no
encubrirá ya más a sus muertos.
Isaías 26:19-21
Había finalizado mi morbosa labor. El cuerpo exánime de mi víctima se encontraba tendido lánguidamente sobre el aséptico suelo de mi sala de estar. Era allí donde usualmente consumaba mis sórdidos crímenes y donde daba rienda suelta a esa pesarosa maldición que me asola. Esa pulsión irrefrenable que mora en los recónditos laberintos de mi retorcida mente, forzándome a perpetrar atrocidades espeluznantes. Observé a la joven muchacha, no mayor de veinte años, cuya vida fue truncada por mis propias manos. Era de piel blanca y cabello negro, de contextura delgada y muy hermosa. La secuestré cuando ella salía de sus clases en la universidad y a punta de pistola la introduje en mi camioneta donde le até las manos y le amordacé la boca. Aún ahora, que era un cadáver sin vida, preservaba ese cierto rasgo de inocencia pulcra que me llamó la atención. El hecho de haberla tirado sobre el suelo de mi casa y haberla violado con saña feroz no cambió ese semblante en ella que fue su perdición pues era, precisamente ese aspecto angelical, lo que me motivaba. Tras consumar mis bajas pasiones sexuales la estrangulé. En realidad mi motivación al asesinar a mis víctimas nunca respondió al miedo a ser identificado, sino más bien al odio desenfrenado que sentía en mi interior. Ese odio, a mí mismo, que experimentaba por ser un pervertido sexual incapaz de contenerme y controlar mis impulsos lascivos. Y ese odio me hacía odiarlas a ellas; receptáculos de mi enfermedad y tentadoras visiones celestiales de belleza incalculable. No soporté por mucho la visión horripilante de mi víctima con su ropa rasgada — aquella blusa blanca y los pantalones jeans azules que desgarré para violarla— y con su boca amordazada, sus ojos con mirada perdida que proyectaban horror y sufrimiento, y sus manos aún atadas por las muñecas que habían quedado tendidas sobre su cabeza. Sentí como si su mirada juiciosa me condenara desde el inframundo y cubrí mi rostro lloroso. Empecé a vomitar dándole la espalda al cuerpo y lloriqueé enfadado conmigo mismo por ser un monstruo. ¡Todo había sido culpa de mamá! Aún recuerdo las cosas horribles que me hacía cuando niño. ¡Cuánto la odiaba! ¡Maldita seas!
Mientras sollozaba de cuclillas a un costado del cadáver, este comenzó a convulsionarse. El ruido repugnante que produjo, como un gorjeo asqueroso, me llamó la atención. Observé pasmado como su cuerpo recién violado y asesinado empezó a verse poseso por extraños espasmos epilépticos, sus ojos se cerraron y se reabrieron mórbidamente, su boca comenzó a moverse entorpecida por la mordaza, y aunque tenía las manos atadas, sus dedos y brazos de movieron limitados por la ligadura. Torpe y temblorosamente, con el cuello doblado hacia un lado, la mujer se incorporó levantándose del suelo ante mis atónitos ojos sin poder creer lo que veía, como si estuviera soñando. Fue hasta que profirió un gemido sepulcral que reaccioné, consciente de aquel infernal suceso.
Tarde reaccioné pues la mujer se me había abalanzado ya y en cuestión de segundos me
encontré forcejeando con ella en el suelo de mi casa. Pensé que algo había salido mal
y no la había estrangulado bien aunque el cuello estaba despedazado y amoratado. ¡No
podía ser! ¡Tenía que estar muerta!
Sentí como hundía enfurecida las uñas de sus manos en mi cuello y en mis mejillas
rasgándome la piel y haciéndome chillar de dolor.
Por fortuna, las manos atadas por gruesa cuerda fueron una ventaja, y le propiné varios
golpes al rostro que la hicieron separarse de mí. Una vez que me desembaracé de mi
mórbida agresora, me acerqué a donde guardo mi pistola y la preparé para disparar.
No temía a los vecinos pues no había, la casa de mi madre donde aún vivía era una
casona enorme y aislada en la montaña, donde la residencia más cercana estaba a
varios kilómetros. Era en esta misma vivienda donde durante mi infeliz niñez mi madre
gustaba de torturarme día tras día y cometer todo tipo de monstruosos abusos contra mí
persona, gracias el aislamiento cómplice que proporcionaba el entorno.
Las balas que le enterré a la muchacha en el dorso y el abdomen no parecieron
ultimarla. Salvo por recular debido al impacto y por revolverse trémula, no aparentó
sentir dolor a pesar de tener las costillas astilladas por las balas. Además, no pareció
brotar sangre de las heridas como si estuviera coagulada.
La chica… mi víctima… seguía aproximándose a mí incólume, en un caminar
repulsivo y cadavérico. Entonces decidí dispararle a la cabeza pero quizás por mi
nerviosismo mi pulso falló y con él la puntería. Las dos últimas balas del cargador
atravesaron su cuello destruyéndolo y haciendo que colapsara sobre el suelo.
Y pensé; ¿Qué estaba pasando aquí? ¡Maldita sea! ¿¡Que putas estaba pasando aquí!?
Debo estarme volviendo loco… ¡Sí! ¡Eso es! Naturalmente… después de todo soy un
demente. Un psicópata. Sí, debo estar viendo visiones…
Justo entonces la observé removerse de nuevo, para mi terror. Estaba comenzando
a reanimarse una vez más movilizando su maltrecho cuerpo que tenía la cabeza
totalmente volteada y caída sobre la espalda mientras el cuello estaba hecho trizas.
Aterrado me alejé de la sala —ya no tenía balas en la pistola— y me encerré en la
cocina. ¿Qué podía hacer? No podía llamar a nadie que me ayudara porque sería como
entregarme a mí mismo… ¿Cómo iba a explicar que había una chica muerta en mi casa?
Mientras cavilaba con estos turbios pensamientos escuché un ruido que me llenó de
pavor (más, si cabía) el sonido de movimiento dentro del congelador horizontal que
estaba en la cocina, cubierto bajo viejas cajas. ¡Por Dios! ¡No!
La puerta del congelador se abrió de golpe, las cajas repletas de chécheres se
desperdigaron por el suelo, y del gélido interior emergió un cadavérico y escarchado
brazo que saltó al suelo. Otro brazo tembloroso hizo su aparición pero este se
encontraba aún conectado a un dorso femenino. Desde el interior del refrigerador se
escuchaban los gemidos horrendos emitidos por una cabeza cercenada —que yo había
cortado— y se escuchaban las patadas de unas piernas conectadas a unas caderas
descuartizadas.
La mano se removió por el suelo movilizándose con sus dedos mientras el torso
hacía lo posible por salirse del electrodoméstico con su único brazo. La mujer en el
congelador había sido mi penúltima víctima, una empleada de una tienda de 24 horas
que capturé cuando salía de su trabajo a altas horas de la madrugada. De hecho había
conservado su uniforme de color rojo en alguna parte —siempre conservo algún
recuerdo de mis víctimas—. Como no había podido enterrarla por alguna razón que
ya no recuerdo… creo que un asunto de espacio… la descuarticé y escondí en el
congelador.
¡Y ahora estaba resucitando! ¡Clamaba venganza!
Agarré un palo de escoba y comencé a propinarle una paliza al dorso hasta introducirlo
de nuevo en el congelador donde, en efecto, sus piernas y su cabeza se movían. Luego
cerré la puerta y le coloqué un pesado horno eléctrico —de esos antiguos que tuvieron
su auge previo a la invención de los microondas— y así la encerré para siempre.
¡Esperen! ¡Había olvidado su mano!
El antebrazo amputado saltó y me aferró del cuello procediendo a estrangularme. Caí
sobre el duro piso de la cocina y comencé a escuchar nuevos sonidos muy preocupantes.
¡En el sótano!
Había cinco mujeres enterradas en el sótano. Al menos una debería ser huesos en este
momento pero el resto podía preservar algo de estructura ¡y podía escuchar el sonido de
gemidos fantasmagóricos brotando del sótano! Algunas de las viejas cajas y muebles
que estaban sobre el piso de tierra de esa habitación empezaron a caer como movidos
accidentalmente por torpes cadáveres y pude escuchar como unas pisadas de ultratumba
subían las escaleras de madera.
¡No tenía mucho tiempo! Y ya el dolor y la asfixia que me provocaba la extremidad
cortada de una de mis víctimas empezaban a hacer mella en mi mente.
Haciendo uso de todas mis fuerzas separé el miembro que atenazaba mi garganta
desgarrando con ello mi piel pues los dedos se aferraron con todo y uñas a mi cuello,
pero una vez separada la mano la introduje en la licuadora y puse el aparato en
funcionamiento.
Traté de calmarme. Me dolían los arañazos en el cuello y rostro provocado por mis
dos últimas víctimas. Escuché los golpes que propinaban a la puerta del sótano desde
adentro. ¡Aquel siniestro sótano donde me encerraron por días durante mi amarga niñez!
¡Balas! ¡Necesitaba balas! Guardaba algunos cartuchos en mi habitación. ¡Debía subir
de inmediato! Cuando salí de la cocina observé aterrado al cuerpo de mi más reciente
víctima, la universitaria, arrastrándose por el piso a gatas y con la cabeza colgando
horriblemente y luego la puerta del sótano despedazándose y de ella surgiendo unos
espantajos horrendos en diversos grados de descomposición.
La pestilencia a podredumbre inundó la casa. Del sótano emergieron tres de mis
víctimas. ¡Las recordaba bien! Una bailarina stripper rubia que secuestré a la salida
de un club, aún vestía la provocativa ropa de encaje y los ligueros con los que hacía
su strip-tease pero tenía unas dos semanas de muerta como se evidenciaba por la piel
pálida, unas ojeras espantosas, con mejillas hundidas y aspecto esquelético. Otra era una
conserje joven de piel morena y cabello lacio largo que aún vestía su uniforme azul y
tenía mes y medio de muerta por lo que comenzaba a mostrar un tono de color verdoso.
Y la tercera —aunque había más enterradas en el sótano que, de haber revivido, quizás
no habían podido salir aún— era una de mis más viejas víctimas, y se trataba de una
pelirroja que trabajaba en una biblioteca y usaba anteojos que, naturalmente, perdió en
el forcejeo. Debía tener unos siete meses de muerta y ya asemejaba a una momia.
Todas se aproximaban hacia mí. Corrí frenéticamente por las escaleras rumbo a mi
habitación donde guardaba las balas. Abrí la puerta y me adentré a mi cuarto. Aquella
fatídica habitación donde el novio de mi mamá me hacía cosas en las noches con pleno
conocimiento y displicencia de ella. El televisor —que nunca se apagaba— producía
un resplandor enfermizo que rompían las lóbregas profundidades de mi habitación las
cuales se esfumaron cuando encendí la luz. Una noticia resonaba en el aparato y algún
locutor periodístico mencionaba una catástrofe global en donde los muertos resucitaban
y habían matado a cientos de personas ya. Recomendaban dirigirse a determinados
puestos de evacuación y daban una serie de indicaciones de seguridad.
Después de todo no fue que los espíritus atormentados de mis víctimas retornaron
a vengar sus muertes. Simplemente tuve la mala suerte de encontrarme en una casa
repleta de cuerpos el día que los muertos resucitaron.
Abrí el armario —el mismo donde mi madre me encerraba rodeado de ratas y
serpientes— y extraje de entre sus entrañas la caja que contenía las municiones mientras
los pasos y los quejidos horrendos de las mujeres que yo había violado y estrangulado
bajo ese techo se acercaban más y más. Cargué la pistola preparado para defenderme…
¡Y entonces recordé una realidad terrible! Me asomé por la ventana. De entre los
páramos boscosos, lúgubres y escabrosos, cubiertos por las tinieblas de la noche,
emergían todas mis víctimas, una veintena al menos, muchas de ellas enterradas en los
parajes desolados que rodeaban mi casa, algunas incluso en el mismo jardín y brotaban
de la tierra como visitantes del infierno. Pronto, un ejército de cadáveres resucitados de
mis víctimas sitiaba la casa aproximándose lentamente con paso retorcido.
Si eran simples muertos resucitados ¿por qué todas se dirigían hacia mí? ¿Será que en
el fondo resguardaban ese rencor implacable aún después de muertas? ¿Ese recuerdo
de los delitos perpetrados en sus cuerpos? Una interesante situación que podría denotar
mucho sobre la vida después de la muerte.
¡En fin! Cerré la puerta con llave y me senté a esperar en la mecedora que perteneció a
mi mamá. No tengo balas suficientes para matarlas a todas así que de todas maneras voy
a morir y, muy probablemente, de una forma horrible y dolorosa.
—¡Hijo! —llamó la voz de una mujer desde el piso de arriba.
—¿Qué mamá?
—¿Te das cuenta de que hay un montón de mujeres entrando a la casa?
—Sí, mamá, son los cadáveres resucitados de las mujeres que maté.
—¿¡No puedes hacer nada bien!?
Daniel González
¡Espero que os guste!
Madre mía...Que fragmento más espeluznante, me ha puesto la piel de gallina O_o
ResponderEliminarTe sigo, te dejo mi blog por si quieres pasarte y seguirme :)
Gracias y un beso muy grande!
http://viviendoennuestrocuento.blogspot.com.es/
Un relato muy espeleluznante si...
Eliminar