miércoles, 17 de octubre de 2012

Cuarto clasificado del concurso de relatos Zombie


"INTRUSOS INDESEABLES"
POR JAVIER FERNÁNDEZ BILBAO


1
Los hermanos Coburn siempre tenían a punto un par de palabras para designar a todo aquél que probara a poner un pie en sus tierras. Pensaban, que ninguna cosa buena habrían de traer aquellos mercachifles que, de tanto en cuanto, extraviaban sus pasos por la comarca con la equivocada pretensión de colocar su mercancía, vender sus seguros de vida, o sus supuestos productos milagrosos. Pero todo aquello tenía fácil solución en cuanto se azuzaban los mastines y asomaban al sol los relucientes cañones de una Remington 870. Luego estaban los pescadores de almas, los que paseaban la palabra y prometían el fin del mundo portando una biblia bajo el brazo. Esos, no podían ni imaginar que precisamente en aquel lugar y a poco que se lo propusieran, hallarían certidumbre a sus propósitos. En efecto, para ellos, el infierno bien podía extenderse justamente tras aquella descolorida cerca.
Hasta la fecha, en el rancho de los Coburn habían conseguido mantener a raya a toda esa basura sin ningún tipo de apuros, y tenían la intención de que siguiera siendo así.
El menor de los hermanos recorría cada mañana los vastos terrenos de la familia montado en su yegua mestiza de color avellana. Partía al despuntar el sol, para localizar y contar el ganado, y de paso revisar el amplio perímetro de la finca buscando pelo enganchado en el alambre de espino que alertara de la presencia de coyotes. Aquella mañana de otoño, Chris Coburn no hubo de encontrar nada excepcional a lo largo de las dos primeras millas. Llegó hasta bastante más abajo de Saddle Hills, atravesó sus fragosas lindes, y después recorrió la vereda que seguía a derecha e izquierda siguiendo un curso paralelo a Crooked Creek. Dejó su montura bebiendo apaciblemente en un remanso del arroyo, y caminó despreocupado hasta el solitario roble que daba abrigo y sombra a aquella orilla. Aún no eran las ocho de la mañana, pero las tripas le empezaban a refunfuñar. Chris Coburn se volvió a orinar contra el árbol, al tiempo que extraía del bolsillo del chaleco una cajetilla de Paxton mentolados. Sacó un cigarrillo, y lo prensó con unos ligeros golpecitos. Lo prendió con su encendedor Ronson de gasolina y para ayudar el tiro le atizó un par de fuertes bocanadas que precedieron a un leve mareo. El muchacho aspiró con ganas la gratificante vaharada y su cabeza quedó envuelta por una nube de humo azulado.
Chris Coburn se sujetaba la polla mientras el cigarrillo mentolado quedaba colgando de la comisura de los labios. Los ojos le empezaron a escocer por el humo. Tosió un par de veces. Su diestra cerró la bragueta y se volvió rápidamente a sacar el cigarrillo de la boca. Luego se dio media vuelta, cegado aún, y aspiró otro par de caladas con el ansia de terminarlo pronto. Puso la colilla entre unos dedos dispuestos a modo de pequeña catapulta, y la disparó lejos, al agua. El pequeño de los Coburn pensó que cualquier día, Sabastian, su dominante y fastidioso hermano mayor, lo iba a pillar que había fumado. Probablemente después de eso, le partiría la cara sin esperar a oír una sola excusa. No sería la primera ni la última vez que su hermano se propusiera darle un escarmiento, pero con veinticinco años recién cumplidos, Chris ya presumía que tarde o temprano debería ganarse un respeto en la casa, desafiando abiertamente al líder y poniendo en cuestión sus ridículos consejos y órdenes. De hecho, deseaba que llegase el momento de resarcirse de los bofetones, enfrentándose a él con los puños, cara a cara, como haría un hombre. Pero no aquel día. Chris no tenía tanta prisa por que lo moliesen a palos…

2
Sabastian Coburn echó pienso y agua a los mastines. Dio de comer a los terneros. Luego, les tocó el turno a los cerdos. En el establo se tropezó con su madre, que regresaba de su interior con una cesta llena de huevos. Algo después, Sabastian puso en marcha la bomba del pozo y conectó la goma al depósito para llenarlo hasta arriba. A continuación trasegó agua a los bidones y al abrevadero. Se desnudó de medio para arriba, puso el barreño bajo el grifo, lo llenó, e introdujo sus grandes manos en él para echarse abundante agua al rostro y mesarse sus espesas y negras crines. Terminado de asearse, se volvió a la casa portando un cubo de agua limpia. Entró en la habitación de su padre, Roderick Coburn, y lo encontró despierto. Sabastian lo besó en la frente con respeto. Lo desnudó del pijama, y luego lo lavó con una esponja humedecida. Le curó las llagas de los talones, y le suministró por estricto orden una nutrida colección de pastillas, con colores tan pálidos como la piel de su rostro. Después lo vistió con una muda limpia y lo sentó con las piernas por fuera de la cama, teniendo cuidado de no lastimarlo. Con una maniobra perfectamente coreografiada a base de repetir esa costumbre, lo sentó en la silla de ruedas con toda la delicadeza de la que fue capaz.
El patriarca de los Coburn no se quejó apenas nada esa mañana. El señor Roderick apenas pesaba ciento veinticuatro libras para sus seis pies de alto. Sólo hacía dos años, el “anciano” de sesenta y cuatro años había pesado casi el doble. Un hombre fornido, que por culpa de su recia naturaleza había sido castigado con una prórroga a sus sufrimientos, pero que al fin agonizaba vencido por el cáncer que corroía sus entrañas.
Sabastian Coburn lo trasportó hasta la cocina con cuidado de no golpear los pies contra los marcos de las puertas. Una vez allí, lo colocó al frente de la mesa. La señora Coburn ya había dispuesto sobre el mantel una fuente con grandes pedazos de tocino frito, cerveza fría, y un plato de huevos revueltos; y también un cuenco con papilla de harina de maíz con unas gotas de vitaminas disueltas en él. Dafne Coburn colgó un babero al cuello de su esposo y acercó una banqueta para sentarse a su lado. Ella tomó la cuchara y encaró el castigo de hacer que ese hombre tragase un poco de comida.
El mayor de los hermanos Coburn apuró su abundante desayuno y después salió al porche a sentarse en la mecedora. Miró su reloj y lanzó un exabrupto antes de escupir al suelo un resto de tocino que se le quedó atascado entre los dientes. Luego torció el cuello para mirar por la ventana. Su madre sostenía la cuchara inmóvil frente a la boca de Roderick Coburn, que sacudía la boca lentamente removiendo la papilla de un carrillo a otro. La expresión de su rostro cambiaba a cada instante de ese gesto cansado que tenía siempre, a contraerse repentinamente en una mueca de asco. Hasta que pasó lo que ella esperaba. El hombre tuvo dos arcadas y acabó arrojando la papilla sobre las rodillas de su esposa. Ella no movió un músculo. Eso también era parte de la tortura diaria.
Los ojos de la señora Coburn estaban húmedos y enrojecidos. Sabastian de nuevo volvió su rostro al frente, dejando la vista perdida en el horizonte, persiguiendo con su mirada el suave contorno de Saddle Hills. Esperando, en definitiva, que llegase el inútil de su hermano, entretanto maldecía al cielo.

3
Al este de Crooked Creek, entornando media milla hacia arriba y dejando atrás aquel sendero bordeado de matorrales, se abría el estacado a una zona limpia, suave y verde, conocida como Hare´s Path —el sendero de la liebre—. A través de aquel trecho, se mudaba el ganado de una zona de pastos a otra. Y desde esa despejada perspectiva, Chris lograba divisar el paisaje en unas cuantas millas a la redonda. Las reses se habían desplazado lejos, bastante abajo, a una punta de la finca, y ello obligaba a Chris Coburn a cabalgar otro rato para llegar hasta ellas. Eso lo puso de mal humor. El hambre ya apretaba. No era habitual por otra parte, que los animales se marchasen tan lejos a pastar, de no ser que algo los asustara.
Detuvo su yegua a medio camino cuando se percató de algo que colgaba del alambre de espino. Chris Coburn descabalgó y se acercó a ver aquello. El primer pensamiento que le pasó por la cabeza fue que, durante la noche, podían haber rondado por allí ladrones de ganado. Hacía mucho tiempo de la última vez, y en dicha ocasión hubo disparos y hasta un funeral anónimo. Pero todo podía volver a ser. Echó mano a su carabina, por si acaso, y oteó a su alrededor. A continuación se acercó al vallado para observar mejor aquel trapo desgarrado. Era muy raro que alguien, como así parecía, hubiese querido pasar la alambrada por la parte de abajo. Es más, Chris Coburn se convenció de que podían haberlo saltado por encima con facilidad, o cortado con unas cizallas; y si hubieran querido llevarse ganado, habría visto las huellas de neumáticos sobre la hierba. El muchacho examinó la tela con los dedos y notó que el tinte rojo no era sino de sangre. Le entraron unas repentinas ganas de fumar. Observó las marcas que aparecían a la otra orilla de la alambrada. Marcas de punteras de bota clavándose en la tierra, empujando contra el suelo. Hierba arrancada por delante, de manos que se agarran a lo que pueden en pugna por salir hacia adelante. Chris Coburn supuso que aquello eran las señales de alguien que peleó con desesperación por escapar de la trampa. Pensó que, con un poco de paciencia, cualquiera lograría desengancharse del alambre con sus mismas manos, llevándose a todo lo más, algún pinchazo en los dedos; a no ser que fuera muy torpe, claro. Definitivamente, el menor de los hermanos Coburn sacó del bolsillo ese cigarrillo mentolado que ansiaban sus nervios.
No todo era eso. Además, había rastros de sangre seca en la hierba. Quien fuere, se había hecho bastante daño intentando penetrar en la finca de ese modo, provocándose desgarraduras en la carne de la espalda y seguramente una fea herida. Pero eso no le había impedido seguir intentándolo, como si despreciase el dolor. El muchacho se puso en cuclillas, con el cigarrillo en la boca, y retiró el pedazo de tela con la punta de los dedos. El alambre estaba manchado, y una cosa arrugada y de color marrón oscuro pendía del espino como la pupa de un insecto. A Chris Coburn no le hizo falta tocarlo para saber que aquello era en realidad un jirón de piel arrancada. La última sangre que escurrió de la punta pendía en una gotita coagulada como una diminuta uva negra. Chris se incorporó, tosió un par de veces, y se sacó el cigarro de la boca.
—¿Qué estúpido hijo de puta habrá querido pasar arrastras por debajo del alambre? —se preguntó el muchacho para sí, francamente sorprendido. Luego catapultó el cigarrillo a medio terminar contra la hierba aplastada.
Siguió el rastro de salpicaduras llevando su yegua del ramal, convencido de que aún habría más sorpresas. Sin embargo, nada más encontró por el camino una vez las manchas de sangre desaparecieron. Montó de nuevo, y trotó al lugar donde estaban las reses.
El tiempo estaba cambiando rápidamente. El radiante cielo de hacía poco más de una hora tornaba hacia un celaje gris salpicado de espesas nubes, y ya por el horizonte asomaban grandes nubarrones de negros mofletes. Su madre ya había pronosticado con varios días de antelación que se sucederían fuertes lluvias, y no solía fallar en sus predicciones. El reúma de sus huesos no mentía. El joven Coburn no quería entretenerse por más tiempo, y se internó entre un laberinto de vacas tratando de averiguar si faltaba alguna. No le fue fácil concentrarse en la tarea, y hubo de rondar las reses varias veces antes de dar por bueno el conteo. Entretanto, estuvo pensando si debería comentar algo de lo visto a su hermano Sabastian. El idiota no se fiaría de su palabra, y vendría a comprobar en persona que había cuarenta Brown Swiss pastando en la finca. Pobre de él si no lo había hecho bien y pese a todo faltaba alguna. Pero cuando ya tenía casi decidido que no iba a decir nada de lo sucedido, algo más llamó su atención. Lo descubrió en una res que se hallaba extrañamente sola, apartada del resto. Enferma. Chris saltó al suelo y se acercó a la vaca para observar con detenimiento aquellos arañazos sobre la nalga.
El cielo se había cerrado sobre su cabeza. No tardaría en ponerse a llover. Espoleó su yegua y ambos cruzaron rápidamente el terreno raso para luego subir hasta la portilla de la cerca, en Hare´s Path. Por ese lugar daría un buen rodeo para llegar a casa, pero necesitaba comprobar si aquel que había atacado el ganado aún se hallaba por los alrededores.



4
—¡Largo de mis tierras!
—¡Se lo ruego, señor! ¡Por el amor de Dios! ¡Necesitamos su ayuda!
—He dicho ¡FUERA!
—¡Denos refugio, por caridad, aunque sólo sea unas horas! ¡Mis hijos están muy cansados!
—¿Acaso no me han oído? —Sabastian Coburn levantó los cañones de su Remington.
—¿Se atrevería usted a disparar… contra unos niños?
—¡Márchense de una vez!¡Tienen tres segundos antes de que suelte a los perros!
Comenzó a llover, cada vez con más fuerza.
La señora intentaba convencer a su esposo, entre lágrimas, para que hiciese lo que el hombre de los perros les decía. El niño y la niña, visiblemente asustados, se agarraban a la chaqueta de su padre y tironeaban de ella insistentemente rogándole para que se fueran. Aquel hombre sostuvo su mirada fija sobre Sabastian Coburn unos segundos más, sin decir nada, en silencio, haciendo caso omiso de las súplicas y los lamentos de su familia. Una mirada cargada de ira y rencor. El agua comenzó a resbalarse por el ala de su sombrero. Desafiando a su suerte, dio un paso adelante y apoyó sus manos en la cerca de los Coburn. Desde allí lo retó diciéndole:
—No es usted mucho mejor que ellos, ¿sabe? ¡Pero a usted también le cogerán, y entonces, de nada le servirán sus perros! ¡Acuérdese de esto cuando los vea pegados a su puerta…! —el hombre aún se volvió a hablar una última vez— ¡Le deseo que tenga la peor de las muertes posibles, señor…!
Sabastian los vigiló desde el porche de su casa sin bajar la escopeta, mientras aquella gente se daba la vuelta para irse por donde habían venido. El hombre de la barba cogió a su esposa por los hombros, y siguió camino con su familia. El mayor de los Coburn no les perdió de vista hasta que llegaron al cruce de Hawthorn Edge. Caminaban despacio, derrotados, como si no llevasen un rumbo definido, pero no se volvieron a mirar atrás. Un fuerte aguacero comenzó en ese momento a abatirse sobre el rancho de los Coburn, y los intrusos se disiparon en la lejanía tras una espesa cortina de agua.

5
La yegua de Chris Coburn galopaba a toda velocidad volando sobre los charcos del camino. Bastante a lo lejos, divisó el destartalado tractor Minneapolis Moline propiedad de los Jackson. Chris se extrañó de verlo varado en medio del campo con la que estaba cayendo. Tal vez aquel viejo cabrón se había visto sorprendido por el aguacero y había quedado atascado en el barro, o en el mejor de los casos, podía haber sufrido un ataque al corazón y haberla palmado allí mismo, estando solo. Dudó un par de veces antes de detenerse. Le dio unas palmaditas en el cuello a su yegua, que no paraba de resoplar, y luego la obligó a torcer hacia la izquierda, cruzando campo a través. El pequeño de los hermanos Coburn no se resistió a acercarse a mirar. La curiosidad, o quizá la intuición, lo obligaron a correr ese riesgo so pena que los Jackson lo descubrieran internándose su finca, y que entonces se abriese la enésima disputa entre ambas familias. O lo que era hasta peor, encendiendo la chispa de un nuevo enfrentamiento con su propio hermano.
Chris saltó de su yegua e hincó las botas en el barro. Se acercó con cautela para investigar la cabina del tractor. Pudiera ser que el radiador se hubiese quedado sin agua, y que entonces, el viejo Merriman Jackson hubiera debido caminar hasta su casa. Tal vez pensase regresar con herramientas para repararlo una vez amainase el tiempo. O quizá esperase a mañana. Quizá…
La portezuela del otro costado estaba abierta. A Chris le pareció muy raro que el viejo se descuidara tanto y olvidara cerrarla. Rodeó el tractor por la parte de atrás. El arado estaba levantado. Entonces, lo vio. Tumbado boca arriba, apenas veinte yardas más allá de donde estaba el tractor. La vieja y descolorida gorra amarilla con las letras bordadas en negro de Feed Store Bar-B-Q, aparecía pisoteada un poco más lejos del cuerpo. El agua había creado múltiples pequeños charquitos en las huellas de alrededor del cadáver. Al menor de los Coburn le pareció que hubiesen celebrado una fiesta, bailando y saltando entorno al cadáver de Merriman Jackson. El viejo tal vez hubo de verlo todo antes de quedarse sin rostro. Era cierto, su cara había desaparecido. El hueso asomaba en donde debería estar una fea narizota aquejada de rosácea. Le habían sacado los ojos, y los labios parecían haber sido arrancados a mordiscos. Chris hizo un esfuerzo por contener las náuseas, y con morbosa atención continuó observando el cuerpo mutilado del eterno enemigo de los Coburn. Las cervicales eran apenas lo único que mantenía atada la cabeza a los hombros, pues la carne alrededor del cuello había volado. El abdomen había sido vaciado y en su lugar sólo estaba un enorme agujero escarlata, con los pliegues del borde ennegrecidos, e inundado de agua. El pequeño de los Coburn necesitó de un pitillo, pero la lluvia impedía cualquier intento por calmar los nervios. Las manos le temblaban. El viejo y raído buzo verde y con tirantes del viejo Merriman, apenas era la única cosa que conseguía hacerlo identificable. Arrancado en tiras, dejaba al descubierto la ensangrentada entrepierna, para que Chris Coburn, con horror, pudiese observar que le habían arrancado hasta los huevos. Brazos y piernas habían sido mordisqueados, y en definitiva, era como si hubiesen volcado al viejo en un estanque infestado de pirañas y luego hubieran arrojado allí mismo sus despojos.
La yegua de Chris Coburn estaba muy inquieta. Nerviosa. Resoplaba y cabeceaba tironeando de las bridas en un intento de zafarse del nudo que la mantenía atada a la manecilla de la puerta del tractor. Chris se ajustó al cuello el cordón del sombrero en un gesto instintivo, previendo quizá que habría de salir de allí a la carrera. Se acercó al animal y le acarició el lomo mientras sacaba su carabina de la cartuchera.
—Hey, ¿Qué ocurre, so tonta? —la susurró—. Tranquila, chica, no pasa nada. Echaremos un último vistazo, y nos largamos de aquí cagando leches.
El menor de los Coburn rodeó el tractor una última vez con el fin de quedarse más tranquilo. Comprobó que no había nadie cerca de ellos. Estaban en campo abierto y la arboleda más próxima estaba a una media milla de distancia, mirando en dirección noreste. Hubiera querido creer que habían sido alimañas las que le habían hecho eso al viejo Jackson. Pero los coyotes, al menos en el condado de Argleton, no llevaban zapatos. Ni siquiera ese cabrón se merecía una muerte tan espantosa. Chris no tenía ninguna intención de perseguir aquellas pisadas y descubrir qué clase de hijos de puta habían atacado su ganado para después hacer aquella salvajada con Merriman Jackson. Una breve observación le dio a entender que habían sido al menos tres individuos, aunque, ni habían llegado juntos, ni se habían marchado por el mismo lado. Todas las huellas iban y venían partiendo de aquel pequeño bosque que ocultaba el rancho de los Jackson, pero siguiendo extrañas trayectorias separadas. Ante dicha amenaza, Chris tuvo un pensamiento relámpago acerca de lo sensato que sería poner en alerta a todo el mundo cuanto antes. Sin embargo, ningún miembro de los Coburn era bienvenido más allá de sus tierras, ni tenían tratos con nadie excepto con Estela Cudahy, prima segunda de su madre y dueña de la tienda de ultramarinos. Ni siquiera él, Chris Coburn, era bien acogido en la taberna de Duncan cuando se escapaba algún viernes tarde después de comprar pienso, tabaco y balas. Así que pensó que mejor sería que los Jackson se ocuparan del viejo Merriman, mientras los Coburn hacían lo propio con su ganado. Cada cual con sus asuntos, tal y como habían hecho siempre. Si aquellos que habían merodeado a sus vacas la noche antes, se hallaban hoy transitando las tierras de los Jackson, a ellos correspondería poner remedio, aún con más razón, una vez descubriesen lo sucedido a su padre. De hecho, Chris pensó que era una suerte que hubiese sido el viejo Jackson y no una de sus vacas, quien sufriese la ira de esos intrusos indeseables.
Pero Chris Coburn cayó en cuenta que, sin querer, podía haberse metido en un lío de los gordos. Ahí, alrededor del cadáver, también estaban impresas sus huellas, y un poco más allá, las de su yegua. Alguien podría venir otro día a hacerle incómodas preguntas, y eso no iba a gustar nada a su hermano Sabastian.
De pronto, entre medias del rumor de la lluvia golpeteando la tierra, se coló un nuevo y extraño sonido. La yegua del menor de los Coburn se encabritó, y jaló de su atadura hasta el punto que casi arranca la puerta del tractor. Chris se volvió rápidamente con el cañón de la carabina por delante.
Merriman Jackson se removía en el suelo entre violentos espasmos, gorgoteando y escupiendo agua por la tráquea partida. Sus manos se cerraron sobre la tierra empapada y su espalda se arqueó hacia atrás, quebrando el pecho y elevando las costillas, que se abrieron como si fueran pétalos de hueso. El agua contenida en la represa de su abdomen rebosó y resbaló a tierra tintándola toda de rojo. Los puños del viejo golpearon sobre los charcos, a ambos lados, y el rictus de su boca cobró un amenazador aspecto cuando la cabeza sin ojos ni labios ni nariz, se volvió milagrosamente hacia Chris siguiendo el sonido de su garganta.
—¡Por los clavos de Cristo!
Como si el cuerpo del viejo Merriman Jackson fuese atravesado por una corriente de diez mil voltios, se agitó a un lado y a otro, arriba y abajo, vibrando la piel en sus costras, y supurando linfa por las fosas nasales. El viejo Merriman se sacudió del rigor mortis tras representar aquella pirueta de muerte, y volvió a su ser en un miserable amaño de vida. De aquella saldría con un apetito atroz, obligado a buscar carne con qué saciar al hambriento demonio que poseía su cuerpo, regenerar tejidos perdidos, y en definitiva, tomar renovados bríos con qué transitar el apocalipsis desde una posición de privilegio. Desgraciadamente, el deplorable estado en que hubo de quedar le iba a poner las cosas bastante difíciles. Los que fueron antes se habían cebado con él, presa fácil, que ni tan siquiera tuvo la oportunidad de pedir auxilio. Después de todo, le arrancaron la lengua a mordiscos. Al menos, aquel muchacho que ahora huía despavorido, había tenido la consideración de no descerrajarle en mitad del pecho una buena perdigonada y lastimarle más aún de lo que ya estaba. Sin embargo se escapaba lo que habría sido, primero un buen bocado, y luego, un posible compañero de fatigas con quien coordinar la próxima escaramuza. Sea como fuere, aquél se marchaba persiguiendo inútilmente a un caballo que huía desbocado a través de lo que hasta entonces habían sido sus tierras. De momento sólo había un instinto a seguir: aprender nuevamente a coordinar músculo y hueso, a elevarse sobre las tibias desnudas, y caminar haciendo equilibrios en el lodo como si retornase a ser bebé de un año, torpón, hambriento, inquieto… y muy travieso.

6
Sabastian se preparó para ir en busca del idiota de su hermano. Se colgó su larga gabardina color pizarra y se enroscó en la cabeza su sombrero de ala ancha. Partió en mitad del temporal, dejando como responsable a su madre, Dafne Coburn, de la seguridad del rancho. Para ello la aprovisionó con la Mossberg Maverick de ocho tiros, y en vista de la singularidad de la última visita, la instó a no dudar un disparo, antes aún a dar tiempo de que la preguntaran nada.
Trotó cuesta arriba sobre su magnífico caballo azabache, subiendo velozmente hacia Saddle Hills. No quería pensar en nada. Ni bueno, ni malo. Sólo quería encontrarlo y atizarle bien duro por haberse despistado durante tanto tiempo. La mojadura que iba a pillar no le sería en balde. Entonces bajó hacia Crooked Creek, el cual ya descendía turbio y encabritado, con sus orillas muy dilatadas, llegando a acariciar la base del solitario roble que les servía a los Coburn como referencia. Luego entornó el paso media milla hacia arriba, al este de Crooked Creek, para subir en dirección al Sendero de la Liebre. Ni rastro de su hermano. Era difícil distinguir apenas nada en la lejanía. La lluvia caía con la insistencia de un fuerte temporal de otoño y la extraña claridad del suelo tenía más que ver con las sombras del atardecer que con la hora del mediodía. Sabastian Coburn bajó hasta donde se encontraba el ganado, resistiendo estoicamente el aguacero, y poniendo a prueba la fortaleza de su raza, arracimadas unas contra otras, y apenas sin inmutarse ante la llegada del jinete. Todas, excepto una que se hallaba sola, lejos, apartado del rebaño. Enferma. El mayor de los Coburn las contó, y volvió a hacerlo de nuevo antes de decidirse a regresar a Hare´s Path y tomar el camino largo. Ya habría tiempo de ocuparse de aquel animal.
Escupió y maldijo al cielo en cuanto vio la yegua mestiza del idiota de su hermano vagando sola camino de casa.
La cartuchera estaba vacía. Al menos, no había perdido el arma. A Sabastian Coburn sólo se le ocurría pensar en un encuentro fortuito con aquella extraña familia vagabunda que habría de acercarse al rancho esa misma mañana. Tal vez ese idiota había desoído los consejos que insistentemente le repitieron desde niño, de que jamás se fiara de los intrusos. Quizá se acercó demasiado y tuvo algún trato con ellos, de impredecibles consecuencias, dadas las circunstancias. Pero Sabastian supo que más pronto que tarde saldría de dudas. Tomó las riendas de la yegua de su hermano, se arrebujó en su gabardina, se caló el sombrero hacia las cejas, y caminó haciendo frente al temporal de viento y agua sin dejar de estar atento al horizonte.

7
Chris lo vio primero. Dudó entre correr hacia él, o huir de él. Pero poco le iban a importar unos golpes más. Tal vez había llegado el momento de hacerse un hombre, a sabiendas que los palos, pese a todo, estaban asegurados de antemano. De hecho, era un buen momento para confesarse de todos los pecados, y si no fuese por el agua y el viento, encendería un cigarrillo y esperaría fumando su llegada. Lo cierto era que nunca jamás se había alegrado de ver venir a aquel estúpido, pero ahora, anhelaba el tipo de extraña protección y compañía que buscan en su marido las mismas mujeres que se dejan maltratar por ellos. El menor de los Coburn no sabría explicar mejor lo que entonces sentía, salvo por el hecho de que, aún en lo más profundo de su ignorancia, había una frase en concreto que sólo le hizo falta oír una vez —en boca de la prima segunda de su madre—, para recordarla siempre. Y jamás había comprendido su verdadero significado hasta esa lluviosa mañana de otoño, mientras observaba a su yegua huir por delante, y oía aullar a un resucitado Merriman Jackson tras su espalda. Decía algo así: “Un cobarde, es una persona en la que el instinto de conservación aún funciona con normalidad”. Si, así era. Y un corazón cobarde, es como una tumba sin fondo, como la de los cuentos de Bierce, historias que la prima segunda de su madre le contaba cuando era pequeño, y que ahora dormitaban plácidamente en su apocado subconsciente.
—Ya hablaremos seriamente tú y yo… más tarde… Pero ahora, contéstame, so tarado. ¿Dónde te los has tropezado?
—Quieres decir…
—A los intrusos, imbécil. Dime donde los viste.
—No, ¡Jesús! sólo he visto lo que han hecho con el viejo Jackson, y basta… Pero no me hagas regresar a enseñártelo. No creerías lo que he visto, ni lo que ellos son capaces de hacer...
—Eres más gilipollas de lo que me pensaba. Qué sucede con ese cabrón, dilo—. Sabastian se bajó de su elegante caballo de raza Morgan. Avanzó hasta quedarse a dos palmos del rostro de su hermano. Chris lo miró sin saber muy bien qué hacer o qué decir.
—¡Que se lo han comido, joder! E-s-o sucede —Chris al fin estalló con la verdad—. Pero lo peor es que después de muerto se ha levanta…
No acabó la frase. Su hermano lo impidió regalándole un fuerte manotazo justo en toda la boca.
—Do me impodta. Gue me humilles así. Yo sé lo que vi —dijo Chris, llevándose la mano a la herida del labio—. Sólo espego que te enguentdren a ti primero, cabdrón.
—Vámonos. Ya hemos perdido el tiempo bastante. Pero no creas que esta conversación entre los dos ha terminado. Cuando lleguemos a casa ajustaremos cuentas.
—Gue te den por el culo. Yo no iré contigo a ninguna parte. Dame mi yegua y lárgate tú si quieres.
—¿Crees que madre necesita saber que tiene un hijo que es un cobarde? ¿Qué se asusta al ver pasar a un Pastor presbiteriano con una mujer y dos niños? ¿Crees que padre necesita saber que su hijo se larga a la taberna de Duncan a emborracharse, en vez de estar a sus tareas? ¿Qué crees que diría él, dime?
Chris escupió un poco de sangre antes de contestar:
—Él no diría nada porque nunca dice nada. Jamás dijo nada que sirviese de algo. Ni antes, cuando estaba sano, ni ahora que se muere. Sólo recuerdo un padre que nos sacó de la escuela para trabajar en sus malditas tierras justo en cuanto nos cambió la voz. Que cuando estaba borracho nos pegaba por cualquier motivo, lo mismo que a madre, que soportaba todo y que tampoco dio nunca la cara por nosotros.
—Guárdate la lengua, chico. Te la estás jugando…
—No, Sabastian. Ya me da igual que me pegues o no. Antes vas a escucharme… Por culpa vuestra, mis costillas ya no sienten nada. Porque tú, te miras en él como en un espejo, te has vuelto como él, amargado y solitario. Y yo… yo he rezado por las noches pidiendo para que se muriese de una jodida vez; si, las oraciones que Estela nos enseñó de pequeños y que él nos prohibía decir. Porque le odio. Os odio a los dos. Y no, no estoy borracho ni tampoco he visto ningún Pastor presbiteriano con su familia. Si los hubiese visto, quizá me hubiese largado con ellos. Aquí ya sólo hay muert…
Fue lo último que Chris dijo antes de caer redondo después de recibir un puñetazo en el mentón. Sabastian fue a por él, lo agarró de la pechera y lo levantó del suelo. El menor de los Coburn sólo acertó a ver un puño que se volvía hacia atrás para coger impulso. Pero el segundo golpe no llegó. Los caballos comenzaron a relinchar y a patear el suelo, y Sabastian Coburn hubo de soltar a su hermano, e ir corriendo a coger las riendas de su caballo.
—¡Ayúdame imbécil! ¡Se van a escapar!
Chris tardó un par de segundos en reaccionar antes de darse cuenta de lo que ponía nerviosos a los caballos. Entonces, se agarró a la silla como si la vida le fuera en ello, y apenas puso un pie en el estribo para que su yegua saliese al galope. Justo a tiempo. No así su hermano, que inútilmente trató de dominar su caballo, hasta que este le tiró de espaldas. Chris regresó, y podía haberlo ayudado, claro que sí, una vez que consiguió hacerse con su montura. Pero en vez de eso, cogió su carabina y un puñado de cartuchos, y los arrojó a sus pies.
—Lo siento, hermano. Espero que lo logres. Por lo menos tendrás una buena excusa para ajustar cuentas con los hijos de Jackson, y también con sus nuevos amigos. Creo que no les importará mucho. Parece que ahora tienen poco que perder…
. Su yegua pugnaba por escapar. No podía esperar más, so pena de que, finalmente, lo derribara al suelo. Sabastian Coburn lo miró atónito aún caído de culo, mientras tanto aquel que se creía un Coburn se largaba a toda pastilla en dirección a Hare´s Path. No podía creer que lo abandonara allí de esa manera. Pero ahora no podía entretenerse con el cobarde de su hermano. Se levantó, y con toda la prisa de la que fue capaz fue recogiendo los cartuchos esparcidos por el suelo. Cogió la carabina y luego el sombrero que perdió en la caída. Durante unos momentos se quedó observando a aquellos que se le acercaban a paso ligero. Los intentó contar a todos, como podía contar su propio ganado. Pero le faltó el temple necesario y se equivocó varias veces antes de desistir en hacerse con un número exacto. Tal vez eran veinte, tal vez más, caminando en línea, unos más adelantados que otros, trastabillando, tropezando, pero con la firme determinación de darle alcance. Y a ese ritmo lo harían enseguida, sin importar cuantas veces se resbalaran en el barro. Sin importarles la lluvia o el cansancio. Un poco más a lo lejos, como manchas borrosas emergiendo en la bruma, fue apareciendo una segunda línea de engendros. Cada cual portaba encima su propia parcela de dolor y sufrimiento, moviéndose como si fuesen marionetas del mismo diablo, y salidos de cualquier rincón, de cualquier lugar, como almas escupidas del mismísimo infierno.
No más de ciento cincuenta yardas lo separaban de ellos, distancia que se acortaba peligrosamente a cada segundo que pasaba. El mayor de los Coburn creyó ver a Jonas Jackson liderando el grupo, con el cuello partido y las tripas fuera, peleando porque no se le enredaran entre las piernas. Puede que el que viniese detrás fuese su tío Elder, aunque era incapaz de discernir claramente desde aquella distancia, si los rasgos estúpidos que identificaban sin excepción a todos los miembros del clan Jackson, le correspondían a él, o a su primo Donald. Sea como fuere, el mayor de los Coburn comprendió enseguida que, aquello que no podía ser de ninguna de las maneras, realmente estaba sucediendo. Y si como parecía, los muertos ahora podían caminar, lo próximo venía por añadidura. Resultaba obvio que con aquel arma poco podría hacer, salvo protegerse de un ataque a corta distancia. Sabastian nunca antes había tenido que huir de nadie, y no supo muy bien hacia dónde dirigir su carrera. Si consiguiese alcanzar su caballo, al menos podría defenderse con dignidad y despachar a los más adelantados. Pero su Remington estaba demasiado lejos ahora, a lomos de un caballo que aún no había recuperado la calma y continuaba trotando desbocado colina arriba.

8
Primero fue una vaca, luego otra, desperdigadas, vagando por el exterior de la finca. Animales asustados, tanto o más que Chris Coburn o su yegua. Como prueba de ello, estaba esa portilla derribada. El muchacho bajó más abajo del Sendero de la Liebre, intentando tomar la ruta más corta a casa, aún a sabiendas que podía encontrar por el camino cosas que no le iban a gustar. Y en efecto, no tardó en divisar a tres individuos agazapados sobre una vaca tendida en el suelo, moribunda. Estaban comiéndola viva, hincando dientes y uñas, desgarrando sus ubres, lanzando dentelladas a su hocico y a cualquier parte blanda que les quedase a la vista. Poco más allá, otro animal agonizaba entre estertores, libre de los mordiscos por su sangre corrupta. El menor de los Coburn reconoció los arañazos en su nalga y se estremeció de sólo pensar lo que se les venía encima. Pero enseguida descubrió que incluso era posible establecer una escala del caos, en la cual, el muchacho distaba de haber visto lo peor. Si se hubiese detenido allí, en vez de continuar su huida, habría visto cómo se acercaban tres individuos más, aparentemente salidos de la nada, que se unían a la sangrienta bacanal ayudando a abrir el vientre del animal mientras este mugía de forma angustiosa. Al cabo de un rato, tras practicarla una salvaje cesárea e irrumpir violentamente en el interior de su vientre, lograron dar con la placenta. Un ternero de cinco meses humeaba poco después bajo la lluvia. Con apenas una fina capa de lanugo por encima, sus delicadas carnes fueron traspasadas una y otra vez por las criaturas hasta que el nonato acabó completamente despedazado sobre la hierba.
Al menor de los Coburn no le hizo falta estar presente durante aquella orgía de sangre para que dejase de espolear a su yegua. Los bufidos de aquellos animales retumbaban en la pradera dispersándose en ecos difusos, y volaban por el aire hasta él, helándole el corazón. Ni siquiera aquella extraña borrasca se dignaba en esperar a los truenos y así mitigar los espantosos lamentos. Sólo el sonido de los charcos lo distraía, y la cadencia de la lluvia desparramándose sobre todas las cosas. Más allá de eso, calma y soledad. Pasó cerca del viejo roble, en Crooked Creed. Continuó sendero arriba, y convergió en lo más alto de Saddle Hills. Allá, a lo lejos, el rancho asomaba como una siniestra sombra insinuándose tras un velo de agua y neblina. Soledad y silencio. Su montura no había dejado de estar nerviosa, y sólo con fuertes jalones a las riendas conseguía meterla en el camino y hacer que fuese por donde debía.
Bajó trotando colina abajo sin perder más tiempo, surcando atajos por el prado para llegar cuanto antes a su casa. Las pezuñas de su yegua levantaban tras de sí grandes chuletas de césped, dando la sensación de que, más que correr, volaba a través de la pradera. De pronto sonó un fuerte disparo que a punto estuvo de conseguir que su yegua lo tirase al suelo. Resbaló y cabeceó, a un lado y otro, y Chris Coburn no tuvo más remedio que fustigarla bien fuerte con la palma de la mano para hacer que el animal continuase adelante.
Cruzó por el flanco derecho y entró en el establo como una exhalación. Ató fuertemente a su yegua, lo más rápidamente que pudo. Antes de salir se dirigió a la pared donde colgaban las herramientas y se procuró la horca del heno. Salió afuera y cerró las puertas trabándolas con el grueso pasador de madera de modo que las tablas quedasen bien sujetas. Tan pronto lo hizo, echó a correr hacia casa, y vio a su madre en el porche intentando recomponerse del susto. Tenía la escopeta en las manos, y estaba tratando de disparar un segundo tiro, sin éxito. El miedo que sentía en ese momento se lo impedía.
—¡Madre! —Dafne Coburn se sobresaltó. Volvió su rostro, y buscó con la mirada a su hijo pequeño. Estaba histérica.
—¡Sabastian, dónde está! ¡Dios santo! ¡Haz que venga enseguida! —acertó a decir.
—¡Ya estoy ahí, madre! ¿Qué es lo que pasa…? —Chris corrió tanto como pudo.
—¡Llámalo por Dios!
Al doblar la esquina, Chris Coburn vio emerger una cabeza tras el plano de las escaleras. Luego vio apoyar dos brazos sobre el tillado de madera y un torso hundido y empapado en sangre asomó después, de alguien que se levantaba de su caída tras el primer impacto. La señora Coburn chilló de nuevo cuando aquella mano ensangrentada se alargó hacia ella. La criatura siseaba y contraía los labios como una alimaña rabiosa, dejando entrever sus rojas encías. El muchacho llegó desde atrás, y sin pensárselo dos veces, le propinó una lanzada que le atravesó el cuello antes que este terminara de levantarse. Después lo echó hacia un lado, y lo arrastró escaleras abajo mientras la criatura no paraba de bracear como un poseso. Una vez pudo dominarlo echándolo contra el suelo, se ayudó del pie para que los ganchos de la horca llegaran hasta el fondo, clavándolo a la tierra.
—¡Muere hijo de puta! ¡Muere!
—¡Dios nos asista! —exclamó Dafne Coburn señalando al cruce de Hawthorn Edge.
Chris sostenía la cabeza del monstruo hundida contra el barro, mientras su cuerpo se convulsionaba intentando zafarse de la trampa.
—¡Acérqueme la escopeta, madre! ¡Voy a volarle la puta cabeza!
—¡Qué son toda esa gente que viene! ¡Por Cristo Salvador! ¿Dónde está tu hermano…?
Chris volvió la cabeza al prado encharcado. Entonces comprendió que era inútil ensañarse en un solo individuo. Nada los iba a detener. Ni siquiera una escopeta.
—¡Corra madre! ¡Al establo! ¡Tenemos que irnos de aquí enseguida!
—¿Y tu padre? ¿Qué haremos con tu padre, dime?
—No podemos hacer nada por él. Venga conmigo ¡ahora!
—¡No! ¡No lo abandonaré! ¡Si Sabastian estuviese aquí, sabría que hacer para protegernos de los intrusos!
—¡No sea cabezota, madre! ¡Nada puede parar a esos hijos de satanás! ¡Ni siquiera Sabastian! ¡Ellos son la muerte! ¿Acaso no lo ve?
—¡Esperaré a que vuelva! —Dafne Coburn asió la escopeta con una determinación que antes no tenía, enrabietada, dispuesta a hacer frente ella sola a toda aquella marabunta que se acercaba al rancho siguiendo el reclamo del disparo.
—¡Madre, no me joda! ¡Lo único que hará será malgastar munición! ¡Deme el arma y vámonos…!
—¡Juro que si te acercas te vuelo la cabeza a ti también, cobarde! —Dafne Coburn echó los cañones arriba y apuntó a la cabeza del tipo que quiso atacarla primero, y que se incorporaba del suelo con la pala de pinchos aún ensartada en su cuello. Su rostro estaba cubierto por el barro, y sus ojos eran dos canicas hundidas que mantenían la vista fija en ella sin parpadear. Reconoció a su objetivo y le enseñó sus dientes en una sincera declaración de intenciones. Tambaleante, dio un paso y otro más, hacia la escalera. Chris le dejó hacer en un desesperado intento de que su madre comprendiese que nada podía hacerse contra ellos. Pero Dafne Coburn se arremangó el miedo e hizo atronar su escopeta sin pensárselo dos veces. La cabeza de aquel tipo se desgajó en pequeños pedacitos que volaron hacia atrás impregnando la escalera de virutas de carne y salpicaduras. El sujeto cayó de espaldas como un peso muerto, inerte, y rodó hacia abajo en una compleja cabriola. La señora Coburn regresó el arma al hombro y la puso en posición de disparo contra el adalid de la rugiente avanzadilla. Se preparó bien la postura, tensó las piernas, y estiró los dedos uno a uno sobre la chimaza. Elevó un poco el mentón para alinearse con el punto de mira, y disparó.
Una porción de la cabeza se volatilizó hacia atrás salpicando al individuo que venía tras sus pasos. La mandíbula quedó descolgada de ese lado y en donde debiera haber una oreja ahora existía un surtidor que manaba sangre como un géiser. Del ojo no había ni rastro, pero ese, y otra serie de graves desperfectos, ya eran señales de otra batalla.
El menor de los Coburn se encontró en una encrucijada. Le pasaron mil pensamientos por la cabeza, y sabía que iba a tomar una decisión de la que probablemente se arrepentiría siempre. No obstante, estaba seguro de que, aunque se quedara en casa resistiendo hasta el último momento trabajando codo con codo junto a su madre, a la postre les esperaría a los tres el más espantoso de los finales. Aún había una oportunidad de escapar de allí con vida, aunque fuese momentáneamente. Tal vez, el infierno venido de la ciudad los había dado alcance. Pero también cabía la posibilidad de que, fuera de aquellas tierras, realmente hubiese lugares seguros, gente dispuesta a ayudarle, y una posibilidad de salvación. Allá, lejos, nadie conocería a los Coburn, y quizá hubiese quien les diera cobijo. Aunque solo fuese para recuperar el aliento.

9
Sabastian Coburn no pudo pasar de Hare´s Path. Salían de cualquier rincón. Había corrido detrás del maldito caballo hasta quedarse sin resuello. Todo había sido inútil. Obligado a torcer los pasos más allá de sus tierras, llegó a la carretera y continuó adelante como buenamente pudo. Siempre hacia el sur. Caminó durante horas, hasta dejar bien atrás a sus perseguidores. Pero no podía parar. A pesar de que por fin había dejado de llover, sabía que no debía detenerse hasta encontrar un refugio. La tarde caía, la luz se esfumaba por el horizonte, y la oscuridad venía cargada de malos augurios. Durante su penosa huida, hubo de pensar en numerosos asuntos, todos ellos graves. Se acordó de su madre y su padre, y en si podrían resistir apenas unas horas estando encerrados en la casa. También tuvo tiempo de odiar y cavilar una improbable venganza contra aquél que se creía un Coburn. Mientras tanto, todo pasaba por hallar un cobijo donde aguardar escondido a la siguiente jornada. Entonces, tal vez, las cosas pareciesen de otro modo. Quizá todo terminara de repente, tal y como hubo de empezar. Por más que se esforzó, no podía ni imaginarse qué tipo de retorcidos planes les había reservado el destino. Algo hubo de suceder, tan retorcido y cruel como para hacer que los muertos dejasen de estarlo, y con una fuerza tal que dominara su voluntad y los instara a devorar a sus semejantes. El tipo de cosas que si no se ven con los ojos de uno mismo, son imposibles de creer. Una cuestión que, vista en perspectiva, sólo podía concernir al mismo demonio.
Allá, lejos aún, sobre un promontorio. Allí había un depósito elevado de agua. Abajo estaba la granja. Apenas podía ver en dónde ponía los pies, pero se las arreglo para mantenerse en pie evitando los tropiezos tanteando el camino con una vara larga. La oscuridad pugnaba con el silencio por convertir la noche en el profundo fondo de un pozo. Pero poco a poco, casi a tientas, logró ir recortando la distancia. Exhausto, empapado, y helado de frío. A menos de cincuenta yardas de la casa, se encendió una luz. Alguien lo había visto. Sabastian, despojado de su orgullo, pidió ayuda desesperado, algo que nunca imaginó que llegaría a suceder. Un hombre salió de la casa rifle en mano y preguntó por su nombre. Luego preguntó si lo habían mordido. Sabastian respondió a sus preguntas y el hombre lo creyó. Entonces, asomaron tres o cuatro personas más recortándose contra la luz. Otra figura se acercó a él, y entre los dos lo auparon del suelo. Casi arrastras, lo llevaron hasta la casa. Le despojaron de sus ropas mojadas, le sacaron las destrozadas botas dejando al aire unos pies despellejados, y le dieron una manta. Le pusieron delante un plato de comida caliente y le ofrecieron agua. Le dejaron tumbarse en el sofá, y allí cayó rendido de sueño.
La gente de la casa lo observaba sin perder detalle. Entre nebulosas y ligeros desvelos, creyó ver a un matrimonio de ancianos. Él recogió sus botas. Ella lo arropó.
—Debe haber sufrido lo indecible para llegar hasta tan lejos…
—Dejemos que descanse tranquilo…
No estaban solos. Había un hombre de barba que no le quitó ojo durante la cena. También había una mujer joven, que le sirvió agua de la jarra. Y creyó ver dos niños que se frotaban los ojos, desvelados por el revuelo de su llegada. Cruzaron delante de él como dos sombras…
Amaneció un día radiante. Aún era bien temprano. Una camioneta cargada hasta los topes con comida, ropa, gasóleo, munición, y otros múltiples enseres, se preparaba para partir. Al sur. Siempre al sur. Delante había sitio para los dos hombres y el niño. Y detrás, se sentaban dos mujeres y una niña. El motor estaba en marcha. El tubo de escape humeaba con el fresco de la mañana. El hombre anciano preguntó si estaban todos listos. Cerca de allí, ya asomaban los primeros intrusos, arrastrándose, sin prisa pero sin pausa.
—Debemos irnos inmediatamente, señor Morris.
—Dejar todo esto… así, de esta manera… toda mi vida la he pasado en esta casa.
—No piense en eso ahora, señor. Todos estamos desolados. Pero no hay alternativa.
—Lo sé, lo sé… en fin. No pensé que viviría para ver esto. Que la Providencia nos proteja. Al menos, me siento más seguro sabiendo que usted está a mi lado.
—Desde luego, señor Morris, desde luego.
—Ah, ¿Y ese otro señor…? ¿Cree usted que Dios lo aprobará?
—Seguro que sí, señor. Seguro que sí. Está perdido. No olvide que le han arañado. Yo mismo lo vi. Mi esposa lo puede corroborar. Lamentablemente, el diablo ya habita dentro de él.
—¿Le dejó su arma? ¿Rezó por él?
—Lo hice, señor Morris. Ambas cosas. Dios no le castigará si considera quitarse la vida cuando llegue su hora. Hicimos lo que pudimos por él. No le quepa duda. Y rezaremos. Todos rezaremos por él.
—Que Dios le proteja.
Sabastian Coburn se despertó cuando la camioneta rugió fuera. Abrió los ojos. Sus músculos aún estaban entumecidos. Quiso levantarse, pero no pudo. Se revolvió en su asiento a un lado y a otro. Una soga lo mantenía fuertemente atado al sillón. Lo intentó una y otra vez, pero sus manos no podían soltarse aquel nudo. Era imposible. Su arma reposaba a un lado de la mesa junto con los cartuchos. El ansia lo llevó a tirarse al suelo. Y gritó. Gritó tan fuerte como pudo. Pero la camioneta ya estaba lejos. Al cabo de un rato, apareció el primer invitado…

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