martes, 23 de octubre de 2012

PRIMER clasificado del concurso de relatos Zombie


"SIN MAYORES"
POR DANIEL GUZMÁN ÁLVAREZ



El Niño disfrazado de cowboy estaba inclinado sobre el cadáver de la dependienta del supermercado y lo miraba con una imperturbable expresión de seriedad. Él no lo sabía pero era la misma expresión que ponía cuando miraba a las hormigas a través de una lupa y movía el vidrio para que la luz incinerase a los insectos, sin saber a ciencia cierta si lo que hacía estaba mal o no, si debía disfrutar o sentirse avergonzado.

Total, la había matado.

Otra vez.

Asomada por encima de su hombro estaba la Niña, disfrazada de princesa, con una vaporosa y larga falda rosa chicle y una diadema plateada que le recogía el cabello. También miraba al cadáver con curiosidad y cierto resquemor. Sus sucios bucles dorados le caían a ambos lados del rubicundo rostro, mientras sus labios se abrían y fruncían intentando encontrar las palabras.

- Por favor –dijo ella con voz asustada.- Por favor, hazlo.

- Está muerta –respondió él con desgana.
El Niño lo sabía. Cuando les daba en la cabeza se morían. Pasaba en las pelis y pasaba ahora. Para que luego dijera su madre que lo de las pelis era mentira. Por eso ella estaba muerta y ellos no.

- Ya, pero… Hazlo… para que me quede tranqui. Porfaaaa. Porfa. Porfa. Porfa.

El Niño lanzó un apagado suspiro, se puso de pie y alzó el revolver que tenía en la mano derecha. Siempre acababa haciéndola caso. Siempre. Era un blando. Sabía que era peligroso, que no debía ser un flojucho, y menos aún cuando había zombis por todas partes que te podían comer vivo, o morderte y convertirte en uno de ellos.

Pero ella le gustaba, y era incapaz de decirle que no a nada. Por eso la protegía. Por eso cuando todo el mundo se volvió loco en el colegio, y en la calle comenzaron a oírse gritos, y disparos, y explosiones, y sonidos de cristales rompiéndose, y la gente corría por todas partes, les olvidaron, se olvidaron de ellos, les olvidaron porque era de flojuchos cargar con niños pequeños y lloricas. Entonces el Niño cogió de la mano a la Niña, muy fuerte, y la abrazó, y le dijo al oído: Ven conmigo, estaremos mejor sin mayores.

Y desde entonces habían estado juntos.

La pistola era un calibre 38 de cañón corto, aunque eso el niño no lo sabía, y le daba igual. Era un arma corta para cualquier adulto, pero en las manos del Niño, aún a pesar del disfraz de cowboy, parecía monstruosa y antinatural. Salvo, quizá en EEUU.

Sostuvo la pistola con ambas manos, cerró el ojo izquierdo, se mordió una lengua y apuntó a la cabeza de la dependienta, donde el agujero de bala del anterior disparo aún humeaba.

Apretó el gatillo.

¡PUM!

La detonación fue ensordecedora. Vibrante. Siempre lo era con tanto silencio. Ese pesado silencio que inundaba la ciudad entera. El arma saltó hacia arriba a causa del retroceso, pero el Niño la controló. Cada vez era más fácil. Cada vez lo hacía mejor. La tapa de los sesos de la dependienta explotó por encima de la ceja derecha. Los sesos grises se mezclaron con la sangre negra y coagulada.

Tanto el Niño como la Niña arrugaron el rostro con cara de asco.

- Yeeeeks –dijo ella.

- Sí –concordó él.- Vámonos, anda –dijo secamente.

El ruido los atraería, pero como eran lentos y torpes tardarían bastante en llegar. Pero llegarían. Y serían muchos. Los había visto a veces, por las rendijas de las persianas de la Casa. Cabezas y cabezas de muertos que iban por las calles… un ejército. Y entonces no había silencio, había mucho, mucho ruido. Debían estar lejos para cuando eso pasara.

A ser posible en Casa.

Salieron del viejo supermercado empujando un renqueante carrito de la compra lleno de cajas de cereales, latas de refresco, bolsas de patatas fritas, latas de raviolis con tomate y mucha carne envasada al vacío. Más que supermercado era una especie de tienda de ultramarinos muy grande, un largo y oscuro pasillo con estanterías altas a los lados. Muchas latas, muchas cajas de galletas y cereales, muchas botellas de aceite y licor.

Y lo mejor de todo, un oscuro y profundo almacén lleno de más comida, al que se llegaba por una trampilla que había debajo de una alfombrilla detrás del mostrador.

Una de las ruedas del carrito estaba mal atornillada y se bamboleaba como una loca. El sonido era irritante y en opinión de la Niña, estruendoso. Le asustaba que el ruido les atrajera. Pero estaban cerca de la Casa, y esta era segura, y el Niño decía que el carrito era necesario porque llevaban mucha comida y eran muy pequeños para cargarla en bolsas, habrían necesitado varios viajes y lo mejor era hacer uno cada muchas semanas.

- ¿Quieres que te lea algo cuando lleguemos a casa? –preguntó risueña ella.

No había tele, ni videojuegos, ni dibujos animados, ni luz eléctrica, ni microondas, ni dvd o blue-ray… pero sí había libros. Muchos. Y revistas, y tebeos, y libros de cuentos… al Niño no le gustaba leer, los comics sí, de vez en cuando, y los cuentos con muchos dibujos, pero el resto le cansaban y se aburría rápidamente… pero si le gustaba, y mucho, que ella se los leyera. Cerraba los ojos y se dejaba guiar por su dulce voz a los reinos ficticios y las maravillosas historias que ella le contaba.

- ¿La Princesa Prometida, por ejemplo?

Era como cuando su mamá le contaba cuentos cuando era pequeño.

- Claro –le miró sonriente.- Lo que tú quieras –y le guiñó un ojo con cierta picardía, torpe e infantil, pero que hizo que el Niño se pusiera colorado como un tomate.

También le gustaban los besos. Habían visto películas, antes de que los zombis comenzaran a comerse a toda la gente, y sabía que si un chico y una chica se querían tenían que darse besos. Y también hacer el amor, pero cuando lo habían intentado, estando los dos desnudos, a oscuras, bajo casi doce mantas y sábanas, que cada día olían peor, había sido muy extraño. Incómodo. Repulsivo. Desagradable.

Quizá es que eran muy pequeños para hacer el amor. Pero no para lo de los besos. Eran besos torpes, babosos, húmedos… pero a los dos les gustaba darlos y recibirlos. Un día ella le había metido la lengua entre los labios. Solo la puntita.

- Mi hermana siempre hablaba con sus amigas de los besos con lengua –dijo, como excusándose mientras un bonito rubor la coloreaba las mejillas.

Luego rompió a llorar. La pasaba mucho cuando se acordaba de su hermana. Y de su papá y su mamá. Y de su abuela. Incluso cuando se acordaba de su perrita Luna.

A él no.

Él iba empujando el carrito, sin apenas poder asomarse por encima del mismo, con la culata del revólver asomando por la parte de atrás de la cintura de sus pantalones de cowboy. Ella, sonriente, caminaba a su lado abrazada a un paquete muy grande papel de culo, con un largo velo atado a la diadema bailando a su espalda.

Y apareció.

De repente.

Salió de detrás de un coche, tambaleándose como si estuviera borracho con las manos extendidas hacia ellos. La Niña gritó y dejó caer el gran paquete de papel higiénico. El Niño también gritó, dio tal salto hacia atrás que el sombrero de vaquero se le cayó sobre la nuca, y tras el chillido se maldijo por ser un cobarde.

El hombre estaba vivo. No era un zombie, solo era un señor mayor, de unos cincuenta años o algo así, un adulto de pelo canoso y sucio pegado a la cara por el sudor frío que le bañaba el cuerpo, vestido solo con unos desgastados y sucios pantalones de traje, con el pálido torso al descubierto, la carne de gallina, la prominente barriga colgando sobre el cinturón, los ojos desmesuradamente abiertos, los labios casi tan blancos como la piel y unas grandes ojeras sobre sus marcados pómulos.

- Niños –dijo con un hilo de voz.- Oh, gracias, Díos Mío.

El Niño y la Niña se miraron, y luego le miraron a él. El Adulto se abalanzó sobre ellos con los brazos abiertos y una maniaca sonrisa de felicidad dibujada en el rostro.

- ¡No estoy, solo! –gritaba mientras se acercaba a ellos con pasos lentos.- ¡Gracias, Díos Mío! ¡Gracias, Díos M..!

El Adulto se frenó en seco ante el negro cañón del revolver del 38 que estaba apuntándole a la cara. El Niño al otro lado del arma que sostenía con un pulso particularmente firme le miraba con pavor.

- Largo –dijo con aspereza.

Tenía mucho miedo.

Los adultos eran peligrosos. Los había visto a veces por las rendijas de la persiana de Casa, cuando hacían tanto ruido en la calle que llamaban la atención. Corrían en grupos, disparando al aire, gritando e insultándose los unos a los otros. Algunos se peleaban entre ellos, se disparaban y mataban, o robaban, o les hacían cosas feas a las chicas que se encontraban. Y otros simplemente huían como locos de los muertos vivientes hasta que eran rodeados y se los comían vivos.

El Adulto que tenía en frente parecía de ese último grupo.

- P… Pero…

- He dicho que largo.

La Niña cogió el paquete de papel higiénico con lentitud.

- Será mejor que se vaya –dijo con voz aguda e infantil, mientras lo abrazaba.
- Sois niños –dijo con ternura el Adulto mientras una pareja de lagrimones comenzaba a surcarle el sucio rostro.- Por el amor de Dios, sois dos niños pequeños. Necesitáis que os ayude.

Se acercó a ellos. Los niños dieron un paso atrás, el Niño no dejaba de apuntarle.

- No. Estamos mejor sin mayores. No queremos mayores cerca. Y ahora largo.

- No. No os asustéis –su voz era nerviosa, suplicante y triste.- Soy… soy bueno, solo que… no quiero estar solo. ¿Lo entendéis? He rezado a Dios. ¡Oh sí!, ¡oh, Dios que está en las alturas! y me ha dicho que me enviaría una pareja de preciosos ángeles. Unos hermosos ángeles ¡Como vosotros! ¿Lo entendéis? ¡Oh, Dios, que has cruzado nuestros caminos, que afortunados somos! ¡Aleluya! Sois tan hermosos… Mis niños. Sois tan hermosos. No quiero seguir durmiendo solo. Hace frío. ¿Lo entendéis? Seré bueno con vosotros, como lo fui con los anteriores ¿Lo entendéis? Y os protegeré de los zombis malos, de esos sucios y feos zombis y-y-y-y cuando sea de noche, ¿sí?, ¿Lo entendéis? cuando sea de noche dormiremos juntos, en la misma cama, abrazados ¿Lo entend…?

El eco del disparo resonó por la solitaria ciudad. La ventanilla del lado del copiloto de un coche al fondo de la calle, estalló cuando la bala la atravesó. El cañón de la 38 humeaba. El Niño había cerrado los ojos cuando disparó, solo un parpadeo por la detonación y la pólvora, y cuando había abierto los ojos de nuevo, el Adulto seguía ahí, de pie, con las manos sobre la cara y caído de rodillas.

- No-no-no-no-no-no –repetía, llorando.- No me mates. No-no-no...

Había fallado.

- Dios no quiere que me mates, por favor, por favor, no me mates...

- ¡Que se vaya! –gritó el Niño con los dientes apretados.

Estaba enfadado y asustado, porque ese señor loco no se iba. No era lo mismo disparar a un vivo que a un muerto. No era como cuando quemabas a las hormigas con la lupa. Las hormigas y los zombis no lloran, ni hablan, ni piden por favor que no les mates, ni se mean en los pantalones del susto.

Ni daban pena.

- ¡Coja la comida! –pidió la Niña.- ¡Cójala y váyase!

El Niño la fulminó con la mirada. Se sintió traicionado. La comida era suya, no de ese loco gordo y meón, que hablaba con Dios y le gustaba abrazar a los niños como si fueran peluches antes de dormir. Pero maldita sea, con tal de que se fuera y les dejase en paz que se llevase toda la comida que quisiera, podían volver al súper a por más.

- ¡Sí, y luego váyase! –cerró el dedo alrededor del gatillo.

El Adulto se estaba palmeando nerviosamente el pecho, y después la cara. Estaba buscando algo, quizá el agujero del disparo de la bala, pero no tenía ninguno.

- ¡No me has dado! –chilló el adulto.- ¡Aleluya! ¡Me ha atravesado! ¡Oh, Señor! ¡Gracias, Señor! ¿Lo entendéis? ¿¡Lo entendéis!? ¡Es una señal! La bala me ha atravesado y no me ha hecho ningún mal porque, Dios nuestro Señor, quiere que estemos juntos, quiere que os proteja, ¡que os ame!

El Niño miró a la Niña de reojo, mientras el Adulto alzaba la cabeza al cielo y seguía alabando a Dios Todopoderoso por salvarle de la bala, por ese milagro. Volvió la vista para ver como empezaban a llegar. Figuras negras entre los cadáveres de los coches. Zombis. Muertos vivientes. Caminando, arrastrando los pies, extendiendo las manos hacia ellos. Aún no les oía gemir, pero en breve los oiría por todas partes.

Entre los disparos, y los gritos del Adulto iban a venir en oleadas, en enjambres, en hordas.... Tantos que lo mejor sería coger la pistola y utilizarla sobre ellos. A veces lo había pensado. Morir como en Romeo y Julieta. Morir juntos y enamorados, en vez de correr desesperados por las calles de la ciudad hasta que se los coman.

O, si se daban prisa, podían correr a Casa y cerrar las puertas antes de que algún zombie les viera. O que les vieran, ¿qué más daba? Las puertas eran pesadas y duras. No iban a romperse por mucho que las golpearan con esas manos frías y podridas. Además los zombis no se comerían la comida del supermercado. No se comían los raviolis con tomate en lata, sino a la gente viva.

A la gente que hacía mucho ruido. A los adultos fofos y gritones que se quedaban quietos, llamando a su Dios.

- ¿Lo entendéis?

- Sí –respondió el Niño y se caló el sombrero de cowboy con una mano. Alzó el revolver con la otra.

El primer disparo le impactó por encima de la rodilla, en su sucio pantalón de traje y le arrancó un áspero grito, que más que dolor fue de sorpresa.

El segundo le alcanzó en el blanco vientre.

La Niña gritó, pero el Niño no. Al contrario, dio un paso sin dejar de apuntar al Adulto y miró fijamente cómo se retorcía en el suelo, mientras un flujo carmesí se le escurría al Adulto entre los dedos.

- ¿Por qué? ¿¡Por qué!? ¡Oh, Dios mío! ¡Por qué! –gimoteaba el Adulto.

El Niño no tenía una respuesta. Quizá Dios tampoco. Quizá Dios no estaba allí, o nunca había estado. O quizá les estaba mirando como él miraba a las hormigas a través de la lupa o como él miraba ahora mismo al Adulto.

- Te dije que no queríamos mayores –sentenció.

Alzó la vista y miró a los zombis. Ya no eran figuras oscuras que aparecían entre los coches y se aproximaban sigilosamente hacia ellos. Eran un ejército que marchaba lentamente, con deformados rostros grises, fauces abiertas, cuerpos putrefactos, descompuestos y su lamento que se dejaba escuchar por toda la ciudad muerta.

Tomó a la Niña de la muñeca.

- Vámonos –dijo con sequedad y tiró de ella.

La Niña no le quitaba la vista de encima al Adulto que comenzó a arrastrarse tras ellos, suplicando ayuda, pidiendo clemencia, que no le dejaran allí tirado, solo, abandonado. Pidiendo amor.

Ella, como siempre desde que todo había comenzado, se dejó llevar por él. Estaba aturdida a causa de la tensión, aterrada por la cantidad de muertos que aparecían de todas partes. Corrieron de la mano, torcieron por una esquina y los vieron caminando hombro con hombro al fondo de la calle, con esos ojos turbios y hambrientos fijos en ellos. El Niño la llevó a rastras hasta el portal de la Casa, sacó las llaves del bolsillo del pantalón vaquero y abrió con prisas la gran puerta de la entrada. En un pestañeo estaban dentro de la casa. Sin la comida, sin el carrito, asustados y con ganas de llorar.

El Niño cerró con llave la puerta, la tomó del antebrazo mientras subían las escaleras hasta llegar a la casa que fue de la abuela de la Niña. Parecía que había sido hace una eternidad cuando su abuela la hacía recitar sus oraciones en el pequeño salón.

Cuando cerraron la puerta de la casa y echaron el cerrojo se sintieron a salvo, a salvo en esa vieja y oscura casa, lejos de los zombis y de los adultos. Solos ellos, los dos, en medio de un silencioso mar de cemento, metal, cristal y cadáveres.

Y de repente le oyó. Le oyó chillar. Escuchó cómo se lo comían. El Niño corrió hacia la ventana y miró entre las rendijas de la persiana. La Niña le vio, era como cuando miraba a la dependienta del supermercado. O a otros zombis a los que habían matado.

La Niña tuvo una arcada, le dio tiempo a taparse la boca con la mano y contuvo al vómito que se abría paso por su garganta. El Niño le dirigió una fría mirada y negó con la cabeza, como diciendo: estas chicas que no aguantan nada.

- Eso no es lo que quería Dios –consiguió decir la Niña mientras el Adulto seguía desgañitándose.

Además de los gritos se había empezado a oír los sonidos de los zombis alimentándose.

- ¿Y cómo lo sabes? –preguntó él, sin perderse el espectáculo.

- Mi abuela. Mi abuela me decía que Dios era bueno, que Dios nos quería –la Niña había empezado a llorar y ni si quiera se había dado cuenta.- A Dios no le gusta que le disparemos a la gente y que nos hagamos daño. Jesús, su hijo, dijo que nos debíamos amar los unos a los otros.

El Adulto seguía gritando, pero los gruñidos de los zombis mientras se lo comían se oían por todas partes.

- Eso era antes. Antes cuando eran los mayores los que mandaban. Ahora ya no. Estamos sin mayores, Eva. Y no los necesitamos.

Eva, la niña, dio un triste suspiro. Se acercó a la ventana, se puso al lado del Niño y apoyó la cabeza sobre su hombro, con delicadeza.

- Lo se, Adán –dijo ella con dulzura, y pasó su mano alrededor de la cintura del chico.

Había muchos zombis en la calle, pero se estaban disgregando poco a poco. El festín había terminado, del Adulto sólo quedaba una mancha roja en la acera.

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