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viernes, 19 de julio de 2013

Relato: "Comerse el mundo" + Blog de Gorewoman

COMERSE EL MUNDO

Desperté en una superficie dura, en un entorno silencioso y frío, bajo una tela blanca de aspecto rugoso. La aparté con la mano sin esfuerzo. No sabía dónde estaba, no reconocía el lugar ni recodaba cómo había llegado allí. Luché por enderezarme pero me dolía todo, sobre todo la espalda en todo su recorrido vertical. Y la cabeza parecía que iba a explotarme, como si me la hubieran rellenado con un peso extra. Notaba destellos al intentar enfocar, estrellitas alrededor del contorno de los ojos, mirara donde mirara. Levanté al fin la cabeza con gran trabajo, un esfuerzo descomunal. ¿Había tenido un accidente? ¿Me habría jodido la espalda? Al alzar la cabeza, tras un desagradable chasquido en la base del cuello, pude ver mejor donde me encontraba. Era una sala clara y despejada salvo por varias camas a mi alrededor con bultos tapados con sendas sábanas del mismo aspecto que la que acababa de alejar de mí. No me era difícil deducir lo que había debajo de cada una de ellas. ¿Dónde cojones estaba? Me sentía molesto, asustado y sobre todo dolorido. Me propuse, pues tenía que proponérmelo con toda mi voluntad, agarrarme a los lados de la cama para enderezarme, me sentía incapaz de mover un solo músculo, estaba rígido como una tabla de planchar y no sólo mi espalda, no había parte de mi cuerpo que sintiera capaz de activar con una movilidad natural, ni una sola. Pero por más impulso que le apliqué, menos resultado aplicable conseguí a cambio. Me sentía frustrado. Había pasado de sentir una extraña mezcla de insensibilidad dolorosísima acompañada de una presión generalizada como si un mamut se me hubiera sentado encima sin llegar a aplastarme, a una suerte de oleadas de pinchazos a todo mi largo, de una punta a otra a modo de circuitos eléctricos, calambrazos como cuando se te van despertando los músculos después de quedársete adormilados pero con un empuje colosal. Era muy molesto rozando lo insoportable.
Moví los ojos hasta donde me permitía mi postura estática y vi un interruptor sobre mi cabeza, bajo una pequeña balda alargada que había en el cabecero de mi cama. Suspiré y eso aumentó mi suplicio, el pecho me ardía y el estómago se removía por el incesante movimiento de unos gases torturadores que actuaban semejando serpientes rabiosas.
Tenía que tocar aquel interruptor pero la sola idea de alcanzarlo me parecía utópica, imposible, de chiste. Menos mal que al menos la luz permanecía encendida porque no veía ventanas ni posibles accesos a luz natural. Y qué calor, sudaba  y ese sudor me producía picores, pero claro, rascarse… en fín. Cerré los ojos y me concentré en mi mano derecha, la más cercana al botón. Luché y empujé pero apenas la levanté lo que serían unos diez centímetros para tener que volver a dejarla caer, agotado. Impensable dominar todo el brazo y pulsar, así que sólo me quedaba otra opción que no era la que yo hubiera querido, gritar como un poseso hasta que acudiera toda la ciudad a socorrerme, y sudaba aún más con sólo pensarla.
Contuve el aliento, conté hasta tres y giré el cuerpo con un rugido sordo hasta caer al suelo, para colmo bocabajo. Aullé de dolor y sólo conseguí arañarme la garganta. Me ardía la cara del golpe y el pecho, además de una rodilla que se me había quedado mal doblada, mala suerte la mía. A ver cómo me daba la vuelta ahora. Notaban los pinchazos musculares más insidiosos.
Oí un ruido a mi espalda, muy cerca. Un ruido ronco, un crack concentrado en un único sonido que reverberó en toda la sala. Intenté hablar, una sílaba, algo que advirtiera sobre mi presencia, sobre mi “consciencia”. De mi boca salió un rugido cavernoso proveniente del fondo de mi garganta sin atisbo de significado. Realicé varios intentos, más gruñidos como de oso ronco, con un toque nasal. Era un quejido ahogado más que un débil intento de comunicación. Quizás por eso estaba allí, estaba enfermo. Y otro crujido. Me volví lo más rápido que pude. Sólo había camas con cuerpos tapados. No, espera, uno de los cuerpos se había enderezado y miraba a la nada sin moverse como si no estuviera consciente. Parecía que jadeaba, pero más que jadear se diría que intentaba lo mismo que yo, hablar sin éxito. Y otro cuerpo empezó a agitarse en la camilla de al lado. Algo raro estaba ocurriendo, muy raro. Aquello no era normal. Conseguí levantarme no sé bien cómo. Me crujía todo el cuerpo y las articulaciones las sentía adormecidas y como oxidadas, herrumbrosas. Cada vez que daba un paso me sentía como un robot. No, mejor aún. Como el monstruo de Frankenstein o constreñida como la momia dentro de las vendas compresivas que limitaba sus movimientos y los hacía ortopédicos y dificultosos.
Me acerqué al tipo que se había sentado e intentaba algo más pero, o no coordinaba bien o no sabía ni lo que quería, se veía atropellado e indeciso, y quizás también se sintiera tan confuso como me sentía yo en aquellos momentos. Hacía aspavientos torpes e inconexos, ni que espantara moscas invisibles. Intenté tranquilizarlo, mi movilidad mejoraba por momentos, pero me espanté al observarlo bien y me lo pensé mejor. No podía estar vivo con esas heridas en el pecho. Tenía un amplio corte en forma de Y desde los hombros hasta el estómago y se veía recosido con hiladas gruesas y atropelladas. Dios mío, eso lo había visto en la tele. Era una autopsia. Tenía la piel blanca con hinchadas varices verdosas, y el pelo se lo habían rapado al cero. Era grotesco en su conjunto, y más aún por sus intentos frustrados de coordinar sus movimientos. Y hablando de movimientos, miré alrededor y todos los cuerpos de las camillas que estaban en la sala se convulsionaban y retorcían con idénticas maneras orgánicas, artificiosas. Entonces yo… Bajé la cabeza y me miré el torso. No tenía la cicatriz en forma de Y pero tenía un feo corte que iba desde la axila derecha hasta donde quedaba el ombligo. Vamos, cruzaba de lado a lado. Ahora empezaba a recordar pero la tensión en las sienes me perturbaba, creaba una bruma en mi memoria. Recordaba la oficina, el reloj marcando las horas con su cadencia martilleante segundos antes de la hora de salida. Y… ahora recordaba aunque con lagunas. Recordaba el accidente de coche. Me toqué el pecho, acaricié mi piel a todo lo largo de la profunda herida grapeada, sostenida con pequeños ganchos de metal que impedían que mis órganos acabaran desparramados por el enlosado gris. Eso era. Eso era lo que había ocurrido. Me marché a casa puntual, con prisas, con intención de darme una buena ducha y salir a tomar algo con Ángela. Pero no lo tengo claro, no recuerdo el choque, sólo me vi venir aquel coche de frente. Sin embargo, la herida tenía que ser del volante, coincidía en tamaño y localización. Y aún así, si realmente eso era lo ocurrido y a estas otras personas les habían ocurrido cosas similares, no entendía qué hacía allí, qué hacíamos levantándonos y caminando como si estuviésemos vivos. Porque, una cosa estaba clara, no estábamos vivos, o al menos no como antes.
Este dolor de cabeza anulaba mis pensamientos, no me dejaba aclararme. Y las encías me palpitaban enloquecidas, como peces saltarines luchando por respirar dentro de la bolsa del pescador, sin espacio para nadar con fluidez.
Noté el cuerpo tembloroso y tenía espasmos, calambres en el pecho. Por eso me tambaleaba al andar. Los bebés debían sentir las piernas igual cuando estaban aprendiendo a andar. Todo parecía desproporcionado, las distancias oscilaban y acercarse a algo se me antojaba dudoso. Inseguro era la palabra.
Así que estoy muerto. En realidad la idea resultaba hasta cómica, tentadora. ¿Por qué no? Lo malo eran las molestias, las punzadas y los escalofríos. Pero seguro que nacer era infinitamente peor. Y esto me habría un abanico de nuevas experiencias que pensaba disfrutar hasta el último momento. Debía ser verdad que el alma se elevaba y se desvinculaba del cuerpo, porque no sentía preocupación, arrepentimiento o pena, ni por mí ni por ninguno de mis acompañantes. Al contrario, sonreía divertido y sólo pensaba en experimentar, estaba embriagado con mi nueva forma de moverme, con esta nueva oportunidad, me llevase a donde me llevase y durase cuanto pudiera. Pues “carpe diem” se ha dicho.
La sensación era curiosa y me vino a la cabeza la idea de que me sentía como si me pudriera por dentro y a cada segundo estuviera descomponiéndome, y a la vez mi cuerpo vibraba como si acabara de nacer y tuviera un cuerpo nuevo con el que experimentar y vivir. Vivir, curioso vocablo para utilizar en estos momentos.  Las perspectivas habían cambiado, las distancias se hacían imprecisas pero el conjunto era el correcto, como si antes todo estuviera en el ángulo equivocado y ahora todo estuviera en su lugar. El ojo humano tiende a enfocar una parte del entorno y centrarse en una porción, y así si vemos a lo lejos perdemos la nitidez en las distancias cortas y viceversa. Pues se podría decir que yo veía todo con la misma intensidad estuviera donde estuviera, el enfoque era absoluto, perfecto. No veía mejor manera de explicármelo. Ahora lo abarcaba todo, y ahora entendía que la vida limitaba el pensamiento y el desarrollo. ¿Hasta dónde podría llegar en mi actual estado? Los olores rozaban el interior de la piel de mi nariz como si fueran tangibles, caricias que me hacían cosquillas. Todo era más vívido y traumático a la vez. Me ardían hasta las uñas, palpitan y las notaba crecer, esa era la sensación. Y las raíces de los cabellos pugnaban vibrantes por salir, milímetro a milímetro, micra a micra.
Las encías seguían palpitando, me dolía cada diente. Al tocarme, me miré las manos y tenía sangre. Es más, saboreaba la sangre. Estaba sabrosa, algo ácida. Sabía deliciosa. No sólo deliciosa, exquisita. Era lo más rico que había ingerido en toda mi vida. Otra vez esa palabra.
Me paré ya a poca distancia de la puerta de salida de la habitación. Había un cartel que rezaba: Depósito de cadáveres. Por si me quedaba alguna duda. Me miré la mano derecha, observando la vena de la muñeca, todavía sentía una débil energía en circulación. Debía probarla. No era que me apeteciera beber, todo mi universo se centra en ese riachuelo azul ya casi cuajado. Y mordí. Sorbí poco a poco. Embriagaba pero no me satisfacía, no tenía fuerza suficiente, era como vino aguado. Me relajaba, era energía pura pero diluida, adulterada por la muerte. Y para colmo despertó en mí una extraña sed insoportable. ¿Ahora era un vampiro? No, era algo más. Mi cuerpo se moría, ya estaba muerto pero para seguir activo me pedía esencia vital, vida. Para vivir necesitaba extraer vida, sangre fresca. Quería más. Pero no la de aquellos muertos inútiles y acartonados ni la mía que era igual de inútil y acartonada, sino sangre de verdad. Un poca que había bebida de mí mismo y me había aclarado un poco las ideas y rebajado la náuseas. Al parecer había algo de sangre aún latente y con dificultades para circular que quedaba en mis extremidades, y al tragarla, había ido directa a mi sistema circulatorio y había reactivado mi cerebro. Veía más nítido y aún sentía el entorno más activo.
Necesitaba más, más sangre. La boca se me hacía agua sólo de pensar en ella, me excitaba. Me recorrió un calambre por la columna y me entró la risa floja, una risa asmática, enfermiza. Me tiraba la piel del rostro, debía de tener un aspecto espantoso. Eran más bien un conjunto de silbidos burbujeantes. Ahora lo entendía todo. Y diría que no era el único. Veía en mis nuevos compañeros de fatigas la misma sed, en sus ojos acuosos abiertos como platos y atentos a cualquier reflejo, en sus andares zigzagueantes pero decididos, imparables. Iríamos hasta el infierno por una gota de ese fluido vital.
Salí el primero de la sala. Sólo necesité empujar torpemente las puertas abatibles y accedí a un pasillo que se perdía hacia los lados, monótono y de luz fluorescente. Iba cogiendo el ritmo, desentumeciéndome. Seguí caminando con lentitud pero pudiendo afianzar con más firmeza los pies al suelo y flaqueaba menos. Beber de mi mismo líquido sanguíneo me había ayudado con la jaqueca, como un elixir contra la resaca, pero sólo un poco. Y ya no veía actividad en mis venas. Me chupé lo poco vivo que quedaba en mí.
Caminaba arrastrando un poco los pies. Cojeaba al principio inclinándome a la derecha, tanto me daba un lado que otro. Todo el trayecto era recto salvo por un par de puertas que comprobé y estaban bajo llave. Miré hacia atrás sin aminorar y vi que me seguían. Era posible que aquellos no tuvieran ni un ápice de iniciativa o me seguían con desidia y por simple inercia. Se veían más apocados y torpes que yo, con andares artificiales. Debía ser que lo que bebí me había aventajado y ahora me sentía como el líder de la manada.
El corredor giraba algo más adelante y se bifurcó en un par de ocasiones. Caminábamos a la aventura sin rumbo prefijado, no conocía el plano del lugar. Y accedimos a unas escaleras con un elevador que indicaba que sólo debía ser utilizado por personal autorizado. No creía probable que nadie nos fuera a autorizar, al menos nadie en su sano juicio, estaba chistoso y todo aquello me divertía.
Me disponía a llamar al ascensor pero antes de pulsar el botón, un “clin” nos anunció la inminente llegada y apertura de las puertas. Y al abrirse nos encontramos delante de un tipo bajito, de poco más de metro y medio, canoso y con entradas, rondaría los cuarenta y cinco o cincuenta años. Venía silbando una melodía, con una camilla vacía al lado y se le acababa de cortar el ritmo al toparse frente a frente conmigo y mis nuevos amigotes. Debíamos ser un espectáculo digno de admirar, de los que quitaban el hipo. O más bien lo provocábamos. O incluso pudiera ser que le quitáramos el hipo, el aire y… hasta las vísceras.
Era como un faro en la oscuridad. Toda la piel visible de su cuerpo relucía ante nuestra hambre como fuego en la noche. Era hermoso. Hermoso… y suculento. No podía pensar, ronroneaba de satisfacción con la saliva amontonada en la garganta y se me escapaban ruiditos extraños.
El tipo abrió los ojos, gesticuló y balbuceó incoherencias, trastornado. Pero yo no atendía a nada más que a su bombeo corporal, que me gritaba de tal manera que ahogaba sus llantos y súplicas. Toda su circulación sanguínea se me aparecía como una radiografía, me quemaba los ojos, eran fuegos artificiales de una belleza sin par. Saturaba todos mis sentidos. Y, mientras el tipo intentaba estrujarse contra la pared trasera del ascensor, contra la esquina más alejada e interponer la camilla entre nosotros, me abalancé sobre él como ave de rapiña, camilla incluida, y le corto profundamente en el estómago al oprimirlo entre la camilla y la pared. Forcejeaba, vaya que sí. Y lo alcancé escalando sobre la camilla. Si me hacía daño no lo sentía, no advertía nada ajeno a mi objetivo. Le clavé las uñas en los hombros para afianzarlo. Estaba paralizado de terror, temblaba descontrolado. Sollozaba. Con el esfuerzo, para colmo, se le resaltó una vena en la frente. Se iluminó para mí. Noté peso detrás, todos empujaban para alcanzarlo pero era mío. Hinqué los dientes en la cabeza y le arranqué, entre alaridos de dolor del tipo, un buen pedazo de carne que sabía a gloria, y la sangre empezó a borbotear, a salir a chorro como un grifo. La bebí, la saboreé, me empapé con su olor. Estaba borracho, eufórico. De inmediato sentí una oleada de poder. Lo noté fluir por cada arteria, por cada vaso conductor, por todo mi cuerpo. No podía parar. Y no sólo por la sangre, la carne me caía hacia el estómago y jamás me había sentido igual. Poco a poco me iba saciando, le había comido parte de la masa cerebral, y era lo más rico, el interior, el relleno del pastel. Ya no se convulsionaba, y yo estaba saturado y satisfecho por el momento. Me retiré a la esquina opuesta, embotado. Pulsé sin querer con el codo y el ascensor comenzó a desplazarse. Subía pero no sabía a donde íbamos. Seguía como hipnotizado y vigorizado a la vez. Adios a las migrañas, al entumecimiento, a los espasmos. Me siento Dios. Los demás se estaban ensañando con el cuerpo, mejor así, había que aprovechar la comida. Lo habían despedazado. A un lado me vi a un tipo orondo, grasiento, devorando un brazo con avidez, conforme con su parte del festín. Los demás andaban pringándose entre vísceras y sesos. Todo estaba salpicado. Todo olía y lucía de maravilla, como con bombillas de neón.
El ascensor se paró con un leve saltito, sonando otro chasquido, y llegamos al piso cuarto, rezaba iluminado en rojo el pulsador corresspondiente.
Éramos cinco en total, cinco nuevas formas de existencia. Cinco individuos con mucha, mucha hambre, tanta hambre que podría asegurar que seríamos capaces de comernos el mundo.

Gorewoman

Este relato lo envía la administradora del blog http://goreva-historiasenmimente.blogspot.com.es/ un blog dedicado a las aficiones de la autora que son los comics, los videojuegos y sobre todo el gore. Y a veces se publican relatos zombies como el de esta entrada.

¡¡Espero que os guste!!

domingo, 14 de abril de 2013

Relato "La voz de los muertos" de Daniel González


LA VOZ DE LOS MUERTOS


Tus muertos vivirán; sus cadáveres resucitarán. ¡Despertad y cantad, moradores del

polvo! porque tu rocío es cual rocío de hortalizas, y la tierra dará sus muertos.

Porque he aquí que Jehová sale de su lugar para castigar al morador de la tierra

por su maldad contra él; y la tierra descubrirá la sangre derramada sobre ella, y no

encubrirá ya más a sus muertos.

Isaías 26:19-21


Había finalizado mi morbosa labor. El cuerpo exánime de mi víctima se encontraba tendido lánguidamente sobre el aséptico suelo de mi sala de estar. Era allí donde usualmente consumaba mis sórdidos crímenes y donde daba rienda suelta a esa pesarosa maldición que me asola. Esa pulsión irrefrenable que mora en los recónditos laberintos de mi retorcida mente, forzándome a perpetrar atrocidades espeluznantes. Observé a la joven muchacha, no mayor de veinte años, cuya vida fue truncada por mis propias manos. Era de piel blanca y cabello negro, de contextura delgada y muy hermosa. La secuestré cuando ella salía de sus clases en la universidad y a punta de pistola la introduje en mi camioneta donde le até las manos y le amordacé la boca. Aún ahora, que era un cadáver sin vida, preservaba ese cierto rasgo de inocencia pulcra que me llamó la atención. El hecho de haberla tirado sobre el suelo de mi casa y haberla violado con saña feroz no cambió ese semblante en ella que fue su perdición pues era, precisamente ese aspecto angelical, lo que me motivaba. Tras consumar mis bajas pasiones sexuales la estrangulé. En realidad mi motivación al asesinar a mis víctimas nunca respondió al miedo a ser identificado, sino más bien al odio desenfrenado que sentía en mi interior. Ese odio, a mí mismo, que experimentaba por ser un pervertido sexual incapaz de contenerme y controlar mis impulsos lascivos. Y ese odio me hacía odiarlas a ellas; receptáculos de mi enfermedad y tentadoras visiones celestiales de belleza incalculable. No soporté por mucho la visión horripilante de mi víctima con su ropa rasgada — aquella blusa blanca y los pantalones jeans azules que desgarré para violarla— y con su boca amordazada, sus ojos con mirada perdida que proyectaban horror y sufrimiento, y sus manos aún atadas por las muñecas que habían quedado tendidas sobre su cabeza. Sentí como si su mirada juiciosa me condenara desde el inframundo y cubrí mi rostro lloroso. Empecé a vomitar dándole la espalda al cuerpo y lloriqueé enfadado conmigo mismo por ser un monstruo. ¡Todo había sido culpa de mamá! Aún recuerdo las cosas horribles que me hacía cuando niño. ¡Cuánto la odiaba! ¡Maldita seas!

Mientras sollozaba de cuclillas a un costado del cadáver, este comenzó a convulsionarse. El ruido repugnante que produjo, como un gorjeo asqueroso, me llamó la atención. Observé pasmado como su cuerpo recién violado y asesinado empezó a verse poseso por extraños espasmos epilépticos, sus ojos se cerraron y se reabrieron mórbidamente, su boca comenzó a moverse entorpecida por la mordaza, y aunque tenía las manos atadas, sus dedos y brazos de movieron limitados por la ligadura. Torpe y temblorosamente, con el cuello doblado hacia un lado, la mujer se incorporó levantándose del suelo ante mis atónitos ojos sin poder creer lo que veía, como si estuviera soñando. Fue hasta que profirió un gemido sepulcral que reaccioné, consciente de aquel infernal suceso.

Tarde reaccioné pues la mujer se me había abalanzado ya y en cuestión de segundos me

encontré forcejeando con ella en el suelo de mi casa. Pensé que algo había salido mal

y no la había estrangulado bien aunque el cuello estaba despedazado y amoratado. ¡No

podía ser! ¡Tenía que estar muerta!

Sentí como hundía enfurecida las uñas de sus manos en mi cuello y en mis mejillas

rasgándome la piel y haciéndome chillar de dolor.

Por fortuna, las manos atadas por gruesa cuerda fueron una ventaja, y le propiné varios

golpes al rostro que la hicieron separarse de mí. Una vez que me desembaracé de mi

mórbida agresora, me acerqué a donde guardo mi pistola y la preparé para disparar.

No temía a los vecinos pues no había, la casa de mi madre donde aún vivía era una

casona enorme y aislada en la montaña, donde la residencia más cercana estaba a

varios kilómetros. Era en esta misma vivienda donde durante mi infeliz niñez mi madre

gustaba de torturarme día tras día y cometer todo tipo de monstruosos abusos contra mí

persona, gracias el aislamiento cómplice que proporcionaba el entorno.

Las balas que le enterré a la muchacha en el dorso y el abdomen no parecieron

ultimarla. Salvo por recular debido al impacto y por revolverse trémula, no aparentó

sentir dolor a pesar de tener las costillas astilladas por las balas. Además, no pareció

brotar sangre de las heridas como si estuviera coagulada.

La chica… mi víctima… seguía aproximándose a mí incólume, en un caminar

repulsivo y cadavérico. Entonces decidí dispararle a la cabeza pero quizás por mi

nerviosismo mi pulso falló y con él la puntería. Las dos últimas balas del cargador

atravesaron su cuello destruyéndolo y haciendo que colapsara sobre el suelo.

Y pensé; ¿Qué estaba pasando aquí? ¡Maldita sea! ¿¡Que putas estaba pasando aquí!?

Debo estarme volviendo loco… ¡Sí! ¡Eso es! Naturalmente… después de todo soy un

demente. Un psicópata. Sí, debo estar viendo visiones…

Justo entonces la observé removerse de nuevo, para mi terror. Estaba comenzando

a reanimarse una vez más movilizando su maltrecho cuerpo que tenía la cabeza

totalmente volteada y caída sobre la espalda mientras el cuello estaba hecho trizas.

Aterrado me alejé de la sala —ya no tenía balas en la pistola— y me encerré en la

cocina. ¿Qué podía hacer? No podía llamar a nadie que me ayudara porque sería como

entregarme a mí mismo… ¿Cómo iba a explicar que había una chica muerta en mi casa?

Mientras cavilaba con estos turbios pensamientos escuché un ruido que me llenó de

pavor (más, si cabía) el sonido de movimiento dentro del congelador horizontal que

estaba en la cocina, cubierto bajo viejas cajas. ¡Por Dios! ¡No!

La puerta del congelador se abrió de golpe, las cajas repletas de chécheres se

desperdigaron por el suelo, y del gélido interior emergió un cadavérico y escarchado

brazo que saltó al suelo. Otro brazo tembloroso hizo su aparición pero este se

encontraba aún conectado a un dorso femenino. Desde el interior del refrigerador se

escuchaban los gemidos horrendos emitidos por una cabeza cercenada —que yo había

cortado— y se escuchaban las patadas de unas piernas conectadas a unas caderas

descuartizadas.

La mano se removió por el suelo movilizándose con sus dedos mientras el torso

hacía lo posible por salirse del electrodoméstico con su único brazo. La mujer en el

congelador había sido mi penúltima víctima, una empleada de una tienda de 24 horas

que capturé cuando salía de su trabajo a altas horas de la madrugada. De hecho había

conservado su uniforme de color rojo en alguna parte —siempre conservo algún

recuerdo de mis víctimas—. Como no había podido enterrarla por alguna razón que

ya no recuerdo… creo que un asunto de espacio… la descuarticé y escondí en el

congelador.

¡Y ahora estaba resucitando! ¡Clamaba venganza!

Agarré un palo de escoba y comencé a propinarle una paliza al dorso hasta introducirlo

de nuevo en el congelador donde, en efecto, sus piernas y su cabeza se movían. Luego

cerré la puerta y le coloqué un pesado horno eléctrico —de esos antiguos que tuvieron

su auge previo a la invención de los microondas— y así la encerré para siempre.

¡Esperen! ¡Había olvidado su mano!

El antebrazo amputado saltó y me aferró del cuello procediendo a estrangularme. Caí

sobre el duro piso de la cocina y comencé a escuchar nuevos sonidos muy preocupantes.

¡En el sótano!

Había cinco mujeres enterradas en el sótano. Al menos una debería ser huesos en este

momento pero el resto podía preservar algo de estructura ¡y podía escuchar el sonido de

gemidos fantasmagóricos brotando del sótano! Algunas de las viejas cajas y muebles

que estaban sobre el piso de tierra de esa habitación empezaron a caer como movidos

accidentalmente por torpes cadáveres y pude escuchar como unas pisadas de ultratumba

subían las escaleras de madera.

¡No tenía mucho tiempo! Y ya el dolor y la asfixia que me provocaba la extremidad

cortada de una de mis víctimas empezaban a hacer mella en mi mente.

Haciendo uso de todas mis fuerzas separé el miembro que atenazaba mi garganta

desgarrando con ello mi piel pues los dedos se aferraron con todo y uñas a mi cuello,

pero una vez separada la mano la introduje en la licuadora y puse el aparato en

funcionamiento.

Traté de calmarme. Me dolían los arañazos en el cuello y rostro provocado por mis

dos últimas víctimas. Escuché los golpes que propinaban a la puerta del sótano desde

adentro. ¡Aquel siniestro sótano donde me encerraron por días durante mi amarga niñez!

¡Balas! ¡Necesitaba balas! Guardaba algunos cartuchos en mi habitación. ¡Debía subir

de inmediato! Cuando salí de la cocina observé aterrado al cuerpo de mi más reciente

víctima, la universitaria, arrastrándose por el piso a gatas y con la cabeza colgando

horriblemente y luego la puerta del sótano despedazándose y de ella surgiendo unos

espantajos horrendos en diversos grados de descomposición.

La pestilencia a podredumbre inundó la casa. Del sótano emergieron tres de mis

víctimas. ¡Las recordaba bien! Una bailarina stripper rubia que secuestré a la salida

de un club, aún vestía la provocativa ropa de encaje y los ligueros con los que hacía

su strip-tease pero tenía unas dos semanas de muerta como se evidenciaba por la piel

pálida, unas ojeras espantosas, con mejillas hundidas y aspecto esquelético. Otra era una

conserje joven de piel morena y cabello lacio largo que aún vestía su uniforme azul y

tenía mes y medio de muerta por lo que comenzaba a mostrar un tono de color verdoso.

Y la tercera —aunque había más enterradas en el sótano que, de haber revivido, quizás

no habían podido salir aún— era una de mis más viejas víctimas, y se trataba de una

pelirroja que trabajaba en una biblioteca y usaba anteojos que, naturalmente, perdió en

el forcejeo. Debía tener unos siete meses de muerta y ya asemejaba a una momia.

Todas se aproximaban hacia mí. Corrí frenéticamente por las escaleras rumbo a mi

habitación donde guardaba las balas. Abrí la puerta y me adentré a mi cuarto. Aquella

fatídica habitación donde el novio de mi mamá me hacía cosas en las noches con pleno

conocimiento y displicencia de ella. El televisor —que nunca se apagaba— producía

un resplandor enfermizo que rompían las lóbregas profundidades de mi habitación las

cuales se esfumaron cuando encendí la luz. Una noticia resonaba en el aparato y algún

locutor periodístico mencionaba una catástrofe global en donde los muertos resucitaban

y habían matado a cientos de personas ya. Recomendaban dirigirse a determinados

puestos de evacuación y daban una serie de indicaciones de seguridad.

Después de todo no fue que los espíritus atormentados de mis víctimas retornaron

a vengar sus muertes. Simplemente tuve la mala suerte de encontrarme en una casa

repleta de cuerpos el día que los muertos resucitaron.

Abrí el armario —el mismo donde mi madre me encerraba rodeado de ratas y

serpientes— y extraje de entre sus entrañas la caja que contenía las municiones mientras

los pasos y los quejidos horrendos de las mujeres que yo había violado y estrangulado

bajo ese techo se acercaban más y más. Cargué la pistola preparado para defenderme…

¡Y entonces recordé una realidad terrible! Me asomé por la ventana. De entre los

páramos boscosos, lúgubres y escabrosos, cubiertos por las tinieblas de la noche,

emergían todas mis víctimas, una veintena al menos, muchas de ellas enterradas en los

parajes desolados que rodeaban mi casa, algunas incluso en el mismo jardín y brotaban

de la tierra como visitantes del infierno. Pronto, un ejército de cadáveres resucitados de

mis víctimas sitiaba la casa aproximándose lentamente con paso retorcido.

Si eran simples muertos resucitados ¿por qué todas se dirigían hacia mí? ¿Será que en

el fondo resguardaban ese rencor implacable aún después de muertas? ¿Ese recuerdo

de los delitos perpetrados en sus cuerpos? Una interesante situación que podría denotar

mucho sobre la vida después de la muerte.

¡En fin! Cerré la puerta con llave y me senté a esperar en la mecedora que perteneció a

mi mamá. No tengo balas suficientes para matarlas a todas así que de todas maneras voy

a morir y, muy probablemente, de una forma horrible y dolorosa.

—¡Hijo! —llamó la voz de una mujer desde el piso de arriba.

—¿Qué mamá?

—¿Te das cuenta de que hay un montón de mujeres entrando a la casa?

—Sí, mamá, son los cadáveres resucitados de las mujeres que maté.

—¿¡No puedes hacer nada bien!?


Daniel González




¡Espero que os guste!

miércoles, 30 de enero de 2013

Relato: Relatos de terror II

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Estoy muy cansada, ya no se qué hacer…
Llevamos cuatro días en este nido de ratas. Tengo hambre, frio y miedo, no he dormido en dos días y las cosas no parecen ir para mejor.
Estamos escondidos en una pequeña farmacia en el centro de Castro, a más de setenta kilómetros al norte de Quellon. No sé qué suerte habrá tenido esa gente pero ojalá no estén tan cagados como nosotros, si es que queda alguno aún.
 Al parecer la mayoría pasaron a ser sirvientes de la muerte cuando los del punto A pensaron que estarían más seguros en el punto B y los del punto B en el A hasta que se dieron cuenta de que la desgracia empuñaba ambos extremos de la cuerda, y peor aún,  que el ejercito de la muerte los iba cercando con una tenaza de uñas y dientes por ambos extremos. No me sorprende, pasa lo mismo en casi todas las catástrofes, después de todo, ¿Quién podría decir que los muertos se levantarían a la vida con la única razón de averiguar si tu carne era tierna o no?
Al menos tenemos esos multvitamínicos que, aunque no evitan la terrible sensación de hambre le aligeran la carga al cuerpo.
Desearía comer uno de esos panqueques que acostumbraba a cocinar con mi madre.  Oh mi madre. Estos dos días he soñado ese trágico momento, decenas de uñas, dientes y muñones gritando  frenéticamente, extasiados por el miedo de la presa acorralada, miradas iracundas, ojos y dientes rojos, incansables, insaciables. 
Estaban  asediando nuestra casa,  las puertas y ventanas clavadas, mi madre rezando y mi padre buscando por todos lados alguna vía de escape y yo, bueno, yo como una imbécil petrificada en mi propio ensimismamiento, como un trance, no podía dejar de mirar esos ojos y la insistencia que tenían aquellos verdaderos arietes humanos por alcanzar a su presa.
En algún momento cedió una de las ventanas con lo cual entraron dos o tres espectros golpeándose de lleno la cabeza contra el piso, mi madre lanzo un grito de histeria que no hizo más que alentar a la horda que estaba afuera, mi padre vino corriendo desde mi cuarto en el segundo piso.
-          ¡Andrea, Gladys!
-          ¡Por favor Mario has algo por el amor de Dios!
-          Hija, Amor, quiero que vengan al cuarto de Andrea ¡Rápido! – Dijo mientras me tomaba a mí y a mama del brazo y nos tiraba con la fuerza que nunca tuvo hacia el cuarto.
Al llegar Papá nos mostró su improvisado plan de escape, se trataba de unas frágiles tablas que, al parecer, había sacado desarmando el catre de mi cama y que daban al techo del garaje de nuestro vecino.
-          Quiero que me escuchen y que lo hagan muy bien, trataran de llegar al techo del vecino y continuar, con las mismas tablas, a las demás casas ¿Entendieron?
-          ¡¿Pero y tú?!
-          Yo estaré bien Gladys, aquí tengo mi pistola y creo que le quedan algo así como doce balas, yo pasaré último ¿Ok?
-          Está bien, pero Andrea tu primero
Al cruzar por las tablas gateando como un bebe supe que algo iría mal, si esas cosas crujieron con mi peso con mi madre cederían y con mi padre se partirían con solo verlas, sin embargo, soportaron mi peso y pude llegar al garaje.
-          Ahora tú amor
-          No tardaré
-          Apresúrate, que pueden ser torpes pero no tardaran en sincronizar sus movimientos y poder subir la escalera.
-          ¡Mamá! ¡Mamá no cruces por favor!
-          Tranquila Andrea, pronto estaré contigo!
-          ¡Mamá no lo entiendes! ¡Las tablas…
Es ese momento el que sueño cada vez que consigo dormir, el cambio en el semblante de mi madre al darse cuenta de que caería en una turba de muertos vivientes, que clamaría porque los zombis empezaran por el cuello y no por el vientre donde sufriría un dolor agónico e indescriptible, que su carne sería motivo de lucha entre sus cazadores y que quizá en el momento de entrar al ejercito del Cuarto Jinete no quede más de ella que unas hilachas de carne colgando de su tórax, condenada a vivir presa en su propio cuerpo durante toda la eternidad.
-          ¡Gladys!
-          ¡Mamá!
En ese momento todo parecía en cámara lenta. Mi mirada se encontró con la de mi padre quien con lágrimas en los ojos me grito que huyera, que huyera lo mas lejos de allí, que me esconda en algún lugar seguro y que esperara ayuda.
Sabía que mi padre tenía  su pistola, sabía que le quedaban doce balas, sabía que trataría de distraerlos y sabía también que si no me movía de allí yo sería la siguiente. Corrí, corrí lo más que dieron mis piernas, corrí hasta creer que me sangraba la garganta, que vomitaría sangre y que las uñas de mis pies saltarían como balas.

Creo que el hecho de que este cincuenta y ocho horas sin dormir, que no me queden lágrimas  y no que no pueda articular palabra me ayudan a pensar con mas parsimonia el hecho de que no escuché doce balas, sino una sola… 

jueves, 24 de enero de 2013

Relato: Esta noche hace frío

Hoy, después de un mes de hacer el anuncio os traigo el primer relato que ha llegado al blog. Tú también puedes enviar el tuyo a cronicaszombie1@gmail.com.

Título: Esta noche hace frío
Autor: Fore


Esta noche hace frío, estos últimos días quizás hayan bajado bastante la temperatura, diría 
que no debe de haber mas de 5 grados, normal, para ser finales de Diciembre , aun así
agradezco sentir el fresco de la noche, aunque sea por unos minutos en el balcón, si, se 
agradece siempre, eso si, teniendo cuidado de no ser visto, esta calle antes era como decían 
aquellos test de autoescuela, suficientemente iluminada, pero desde la…maldita tarde de las 
sirenas no hay corriente eléctrica, con lo que la calle dejo su suficiencia de luz y pasó a una 
oscuridad absoluta.
    A pesar de lo que ocurrió; la casi total desaparición de la humanidad, pasamos de ser la 
punta de la pirámide alimenticia a ser los segundos y menú preferido de los primeros , en 
apenas un mes. Creo y no soy el único aquí, que en el pueblo no debe de haber ningún 
superviviente mas, después de todas las salidas en busca de provisiones, medicamentos y 
personas que deseasen unirse, ya son 12 días sin encontrar a nadie ni respuesta a los 
llamamientos. No tenemos ni idea de como esta la situación en  otros sitios, la radio funciona, 
pero solo se oyen  mensajes grabados de llamamiento a la calma y de que el ejercito y las 
fuerzas del orden están tomando las medidas necesarias para proteger a las personas…hijos de 
put.., pero  los dispararos de la caballería aquí no llegaron a oírse siquiera.
    Somos 24 hombres, 29 mujeres y 12,… niños, todos repartidos en el bloque, la planta baja la 
tenemos como barricada y gracias al trabajo colectivo, conseguimos que la entrada fácil para 
los rígidos les fuese imposible, conseguimos 2 generadores de 6000 W y los tenemos en el 
cuarto de los motores del ascensor, funciona, ya que son generadores silenciosos y el añadido 
de que ese cuarto se insonorizo por las molestias del motor de los ascensores, apenas se oye 
un zumbido, aun recuerdo la derrama de 370 euros por vecino para ese trabajo. En cuanto a 
armas no nos podemos quejar, en el  pueblo hay mucha afición a la caza menor y monterías, 
así que rifles y escopetas no faltan, además de hachas y herramientas de poda de olivos que
también hay muchos en la zona; los alimentos hasta ahora, tampoco faltan, las salidas, hay 
días que se hacen hasta  cuatro, siempre son fructíferas; los medicamentos, seguimos las 
indicaciones de Antonia, es farmacéutica y hace las veces de médico,  Jose y Jose Antonio, los 
Pepes como les llamamos aquí, son soldadores  y consiguieron  hacer también el buen trabajo 
de atrincherar la planta baja, además de unas especies de lanzas  que mas de  una vez vinieron 
bien en las incursiones y por supuesto la obra maestra de el “puente” que va de nuestra 
azotea a la escalera exterior del bloque de al lado, con el detalle de que cuando no lo 
utilizamos se recoge lo suficiente como para evitar sorpresas, la salida de la que acabo de 
llegar en busca de pilas y de camino libros y colores para los niños de un bazar, salvo por unos 
cuantos rígidos en mitad del camino, fue rápida, eran unos doce, algunos mujeres, y gracias a 
dios que no se les reconoce, no se si podría partir en dos la cabeza de alguien al que hace siete 
meses le daba las buenas tardes; son antinaturales, les faltan extremidades y carne por todos 
sitios, heridas con cuelgues viscosos de vete a saber, pero a pesar siguen andando e 
intentando cazarte y devorarte, y ya vimos con nuestro ojos esa situación hace semanas, pobre 
mujer, por dios, ayúdame a quitármelo de la cabeza.
    Pero aquí seguimos luchando contra algo peor que los rígidos, nuestro miedo a faltar lo 
necesario, a la protección de… los niños, ¿y si alguien enferma? ¿y si alguien pierde el poco de 
cordura que nos queda?. Basta… es el momento de encenderme un cigarro, me tapare la luz 
del mechero agachándome detrás del balcón, tiene una malla que le puse para que la intimidad, cuando la calle era limpia, fuera la que yo quería, maldito mechero siempre te costo 
encender a pesar de estar de gas hasta arriba, si no fuera porque me lo dio mi padre, te 
lanzaría tan lejos como pudiera….
PRUOMMM; BOUMMM….
    ¿Qué ha sido eso? ¡!!
   _¿Pedro?!!!, ¿has oído?
_Si ¡!, estaba intentando encender el cigarro de la noche, y se me cayo por el balcón, no 
llegue a oír de donde venia ¡!! ¿fue una….? ¿ explosión? ¡!!
_Creo que s……
TA TA tatat PRUOMMM ratatata Ta ta TA TA TATATA Taatata-attaat- BOUMMM
   _¿ Y eso? Son disparos ¡!!
   _Si ¡!! Pedro, es la caballería tío, no puede ser otra cosa, suenan muchos disparos.
_!Entra avisa a todos, que estén preparados, los niños en el piso trinchera con 4 adultos, los 
demás todos que cojan armas!
    Solo tú sabes lo que hemos pasado,  todo te lo conté cada noche, nos reímos y lloramos
juntos, me ayudaste a levantarme cuando todo lo veía a ras de suelo, bastaba con recordarte, 
porque para cada problema de este mundo en el que ahora estamos, solo tu cara y tu sonrisa 
sincera, eran suficiente  medicina para mi herida y dolor, aunque ya no estés a mi lado porque 
esos demonios ...quitaron de mi vista a mi reina, mi pequeña, Ana, mi vida, gracias por oír a tu 
papa incansables noches. Si… veo las luces y humo, y hasta oigo motores, vienen a rescatarnos, 
aunque se que yo hace meses que ya no necesito que me rescaten, porque te tengo a ti mas 
que nunca, antes tu ausencia y mi entereza ayudaba a otro superviviente, ya que la de el me 
ayudaba a superar la mía y así entre todos, pero si, vienen a rescatarnos y ahora te vuelvo a 
tener para mi, hasta luego mi princesa, vamos a salir.

¡¡Espero que os guste!!

martes, 23 de octubre de 2012

PRIMER clasificado del concurso de relatos Zombie


"SIN MAYORES"
POR DANIEL GUZMÁN ÁLVAREZ



El Niño disfrazado de cowboy estaba inclinado sobre el cadáver de la dependienta del supermercado y lo miraba con una imperturbable expresión de seriedad. Él no lo sabía pero era la misma expresión que ponía cuando miraba a las hormigas a través de una lupa y movía el vidrio para que la luz incinerase a los insectos, sin saber a ciencia cierta si lo que hacía estaba mal o no, si debía disfrutar o sentirse avergonzado.

Total, la había matado.

Otra vez.

Asomada por encima de su hombro estaba la Niña, disfrazada de princesa, con una vaporosa y larga falda rosa chicle y una diadema plateada que le recogía el cabello. También miraba al cadáver con curiosidad y cierto resquemor. Sus sucios bucles dorados le caían a ambos lados del rubicundo rostro, mientras sus labios se abrían y fruncían intentando encontrar las palabras.

- Por favor –dijo ella con voz asustada.- Por favor, hazlo.

- Está muerta –respondió él con desgana.
El Niño lo sabía. Cuando les daba en la cabeza se morían. Pasaba en las pelis y pasaba ahora. Para que luego dijera su madre que lo de las pelis era mentira. Por eso ella estaba muerta y ellos no.

- Ya, pero… Hazlo… para que me quede tranqui. Porfaaaa. Porfa. Porfa. Porfa.

El Niño lanzó un apagado suspiro, se puso de pie y alzó el revolver que tenía en la mano derecha. Siempre acababa haciéndola caso. Siempre. Era un blando. Sabía que era peligroso, que no debía ser un flojucho, y menos aún cuando había zombis por todas partes que te podían comer vivo, o morderte y convertirte en uno de ellos.

Pero ella le gustaba, y era incapaz de decirle que no a nada. Por eso la protegía. Por eso cuando todo el mundo se volvió loco en el colegio, y en la calle comenzaron a oírse gritos, y disparos, y explosiones, y sonidos de cristales rompiéndose, y la gente corría por todas partes, les olvidaron, se olvidaron de ellos, les olvidaron porque era de flojuchos cargar con niños pequeños y lloricas. Entonces el Niño cogió de la mano a la Niña, muy fuerte, y la abrazó, y le dijo al oído: Ven conmigo, estaremos mejor sin mayores.

Y desde entonces habían estado juntos.

La pistola era un calibre 38 de cañón corto, aunque eso el niño no lo sabía, y le daba igual. Era un arma corta para cualquier adulto, pero en las manos del Niño, aún a pesar del disfraz de cowboy, parecía monstruosa y antinatural. Salvo, quizá en EEUU.

Sostuvo la pistola con ambas manos, cerró el ojo izquierdo, se mordió una lengua y apuntó a la cabeza de la dependienta, donde el agujero de bala del anterior disparo aún humeaba.

Apretó el gatillo.

¡PUM!

La detonación fue ensordecedora. Vibrante. Siempre lo era con tanto silencio. Ese pesado silencio que inundaba la ciudad entera. El arma saltó hacia arriba a causa del retroceso, pero el Niño la controló. Cada vez era más fácil. Cada vez lo hacía mejor. La tapa de los sesos de la dependienta explotó por encima de la ceja derecha. Los sesos grises se mezclaron con la sangre negra y coagulada.

Tanto el Niño como la Niña arrugaron el rostro con cara de asco.

- Yeeeeks –dijo ella.

- Sí –concordó él.- Vámonos, anda –dijo secamente.

El ruido los atraería, pero como eran lentos y torpes tardarían bastante en llegar. Pero llegarían. Y serían muchos. Los había visto a veces, por las rendijas de las persianas de la Casa. Cabezas y cabezas de muertos que iban por las calles… un ejército. Y entonces no había silencio, había mucho, mucho ruido. Debían estar lejos para cuando eso pasara.

A ser posible en Casa.

Salieron del viejo supermercado empujando un renqueante carrito de la compra lleno de cajas de cereales, latas de refresco, bolsas de patatas fritas, latas de raviolis con tomate y mucha carne envasada al vacío. Más que supermercado era una especie de tienda de ultramarinos muy grande, un largo y oscuro pasillo con estanterías altas a los lados. Muchas latas, muchas cajas de galletas y cereales, muchas botellas de aceite y licor.

Y lo mejor de todo, un oscuro y profundo almacén lleno de más comida, al que se llegaba por una trampilla que había debajo de una alfombrilla detrás del mostrador.

Una de las ruedas del carrito estaba mal atornillada y se bamboleaba como una loca. El sonido era irritante y en opinión de la Niña, estruendoso. Le asustaba que el ruido les atrajera. Pero estaban cerca de la Casa, y esta era segura, y el Niño decía que el carrito era necesario porque llevaban mucha comida y eran muy pequeños para cargarla en bolsas, habrían necesitado varios viajes y lo mejor era hacer uno cada muchas semanas.

- ¿Quieres que te lea algo cuando lleguemos a casa? –preguntó risueña ella.

No había tele, ni videojuegos, ni dibujos animados, ni luz eléctrica, ni microondas, ni dvd o blue-ray… pero sí había libros. Muchos. Y revistas, y tebeos, y libros de cuentos… al Niño no le gustaba leer, los comics sí, de vez en cuando, y los cuentos con muchos dibujos, pero el resto le cansaban y se aburría rápidamente… pero si le gustaba, y mucho, que ella se los leyera. Cerraba los ojos y se dejaba guiar por su dulce voz a los reinos ficticios y las maravillosas historias que ella le contaba.

- ¿La Princesa Prometida, por ejemplo?

Era como cuando su mamá le contaba cuentos cuando era pequeño.

- Claro –le miró sonriente.- Lo que tú quieras –y le guiñó un ojo con cierta picardía, torpe e infantil, pero que hizo que el Niño se pusiera colorado como un tomate.

También le gustaban los besos. Habían visto películas, antes de que los zombis comenzaran a comerse a toda la gente, y sabía que si un chico y una chica se querían tenían que darse besos. Y también hacer el amor, pero cuando lo habían intentado, estando los dos desnudos, a oscuras, bajo casi doce mantas y sábanas, que cada día olían peor, había sido muy extraño. Incómodo. Repulsivo. Desagradable.

Quizá es que eran muy pequeños para hacer el amor. Pero no para lo de los besos. Eran besos torpes, babosos, húmedos… pero a los dos les gustaba darlos y recibirlos. Un día ella le había metido la lengua entre los labios. Solo la puntita.

- Mi hermana siempre hablaba con sus amigas de los besos con lengua –dijo, como excusándose mientras un bonito rubor la coloreaba las mejillas.

Luego rompió a llorar. La pasaba mucho cuando se acordaba de su hermana. Y de su papá y su mamá. Y de su abuela. Incluso cuando se acordaba de su perrita Luna.

A él no.

Él iba empujando el carrito, sin apenas poder asomarse por encima del mismo, con la culata del revólver asomando por la parte de atrás de la cintura de sus pantalones de cowboy. Ella, sonriente, caminaba a su lado abrazada a un paquete muy grande papel de culo, con un largo velo atado a la diadema bailando a su espalda.

Y apareció.

De repente.

Salió de detrás de un coche, tambaleándose como si estuviera borracho con las manos extendidas hacia ellos. La Niña gritó y dejó caer el gran paquete de papel higiénico. El Niño también gritó, dio tal salto hacia atrás que el sombrero de vaquero se le cayó sobre la nuca, y tras el chillido se maldijo por ser un cobarde.

El hombre estaba vivo. No era un zombie, solo era un señor mayor, de unos cincuenta años o algo así, un adulto de pelo canoso y sucio pegado a la cara por el sudor frío que le bañaba el cuerpo, vestido solo con unos desgastados y sucios pantalones de traje, con el pálido torso al descubierto, la carne de gallina, la prominente barriga colgando sobre el cinturón, los ojos desmesuradamente abiertos, los labios casi tan blancos como la piel y unas grandes ojeras sobre sus marcados pómulos.

- Niños –dijo con un hilo de voz.- Oh, gracias, Díos Mío.

El Niño y la Niña se miraron, y luego le miraron a él. El Adulto se abalanzó sobre ellos con los brazos abiertos y una maniaca sonrisa de felicidad dibujada en el rostro.

- ¡No estoy, solo! –gritaba mientras se acercaba a ellos con pasos lentos.- ¡Gracias, Díos Mío! ¡Gracias, Díos M..!

El Adulto se frenó en seco ante el negro cañón del revolver del 38 que estaba apuntándole a la cara. El Niño al otro lado del arma que sostenía con un pulso particularmente firme le miraba con pavor.

- Largo –dijo con aspereza.

Tenía mucho miedo.

Los adultos eran peligrosos. Los había visto a veces por las rendijas de la persiana de Casa, cuando hacían tanto ruido en la calle que llamaban la atención. Corrían en grupos, disparando al aire, gritando e insultándose los unos a los otros. Algunos se peleaban entre ellos, se disparaban y mataban, o robaban, o les hacían cosas feas a las chicas que se encontraban. Y otros simplemente huían como locos de los muertos vivientes hasta que eran rodeados y se los comían vivos.

El Adulto que tenía en frente parecía de ese último grupo.

- P… Pero…

- He dicho que largo.

La Niña cogió el paquete de papel higiénico con lentitud.

- Será mejor que se vaya –dijo con voz aguda e infantil, mientras lo abrazaba.
- Sois niños –dijo con ternura el Adulto mientras una pareja de lagrimones comenzaba a surcarle el sucio rostro.- Por el amor de Dios, sois dos niños pequeños. Necesitáis que os ayude.

Se acercó a ellos. Los niños dieron un paso atrás, el Niño no dejaba de apuntarle.

- No. Estamos mejor sin mayores. No queremos mayores cerca. Y ahora largo.

- No. No os asustéis –su voz era nerviosa, suplicante y triste.- Soy… soy bueno, solo que… no quiero estar solo. ¿Lo entendéis? He rezado a Dios. ¡Oh sí!, ¡oh, Dios que está en las alturas! y me ha dicho que me enviaría una pareja de preciosos ángeles. Unos hermosos ángeles ¡Como vosotros! ¿Lo entendéis? ¡Oh, Dios, que has cruzado nuestros caminos, que afortunados somos! ¡Aleluya! Sois tan hermosos… Mis niños. Sois tan hermosos. No quiero seguir durmiendo solo. Hace frío. ¿Lo entendéis? Seré bueno con vosotros, como lo fui con los anteriores ¿Lo entendéis? Y os protegeré de los zombis malos, de esos sucios y feos zombis y-y-y-y cuando sea de noche, ¿sí?, ¿Lo entendéis? cuando sea de noche dormiremos juntos, en la misma cama, abrazados ¿Lo entend…?

El eco del disparo resonó por la solitaria ciudad. La ventanilla del lado del copiloto de un coche al fondo de la calle, estalló cuando la bala la atravesó. El cañón de la 38 humeaba. El Niño había cerrado los ojos cuando disparó, solo un parpadeo por la detonación y la pólvora, y cuando había abierto los ojos de nuevo, el Adulto seguía ahí, de pie, con las manos sobre la cara y caído de rodillas.

- No-no-no-no-no-no –repetía, llorando.- No me mates. No-no-no...

Había fallado.

- Dios no quiere que me mates, por favor, por favor, no me mates...

- ¡Que se vaya! –gritó el Niño con los dientes apretados.

Estaba enfadado y asustado, porque ese señor loco no se iba. No era lo mismo disparar a un vivo que a un muerto. No era como cuando quemabas a las hormigas con la lupa. Las hormigas y los zombis no lloran, ni hablan, ni piden por favor que no les mates, ni se mean en los pantalones del susto.

Ni daban pena.

- ¡Coja la comida! –pidió la Niña.- ¡Cójala y váyase!

El Niño la fulminó con la mirada. Se sintió traicionado. La comida era suya, no de ese loco gordo y meón, que hablaba con Dios y le gustaba abrazar a los niños como si fueran peluches antes de dormir. Pero maldita sea, con tal de que se fuera y les dejase en paz que se llevase toda la comida que quisiera, podían volver al súper a por más.

- ¡Sí, y luego váyase! –cerró el dedo alrededor del gatillo.

El Adulto se estaba palmeando nerviosamente el pecho, y después la cara. Estaba buscando algo, quizá el agujero del disparo de la bala, pero no tenía ninguno.

- ¡No me has dado! –chilló el adulto.- ¡Aleluya! ¡Me ha atravesado! ¡Oh, Señor! ¡Gracias, Señor! ¿Lo entendéis? ¿¡Lo entendéis!? ¡Es una señal! La bala me ha atravesado y no me ha hecho ningún mal porque, Dios nuestro Señor, quiere que estemos juntos, quiere que os proteja, ¡que os ame!

El Niño miró a la Niña de reojo, mientras el Adulto alzaba la cabeza al cielo y seguía alabando a Dios Todopoderoso por salvarle de la bala, por ese milagro. Volvió la vista para ver como empezaban a llegar. Figuras negras entre los cadáveres de los coches. Zombis. Muertos vivientes. Caminando, arrastrando los pies, extendiendo las manos hacia ellos. Aún no les oía gemir, pero en breve los oiría por todas partes.

Entre los disparos, y los gritos del Adulto iban a venir en oleadas, en enjambres, en hordas.... Tantos que lo mejor sería coger la pistola y utilizarla sobre ellos. A veces lo había pensado. Morir como en Romeo y Julieta. Morir juntos y enamorados, en vez de correr desesperados por las calles de la ciudad hasta que se los coman.

O, si se daban prisa, podían correr a Casa y cerrar las puertas antes de que algún zombie les viera. O que les vieran, ¿qué más daba? Las puertas eran pesadas y duras. No iban a romperse por mucho que las golpearan con esas manos frías y podridas. Además los zombis no se comerían la comida del supermercado. No se comían los raviolis con tomate en lata, sino a la gente viva.

A la gente que hacía mucho ruido. A los adultos fofos y gritones que se quedaban quietos, llamando a su Dios.

- ¿Lo entendéis?

- Sí –respondió el Niño y se caló el sombrero de cowboy con una mano. Alzó el revolver con la otra.

El primer disparo le impactó por encima de la rodilla, en su sucio pantalón de traje y le arrancó un áspero grito, que más que dolor fue de sorpresa.

El segundo le alcanzó en el blanco vientre.

La Niña gritó, pero el Niño no. Al contrario, dio un paso sin dejar de apuntar al Adulto y miró fijamente cómo se retorcía en el suelo, mientras un flujo carmesí se le escurría al Adulto entre los dedos.

- ¿Por qué? ¿¡Por qué!? ¡Oh, Dios mío! ¡Por qué! –gimoteaba el Adulto.

El Niño no tenía una respuesta. Quizá Dios tampoco. Quizá Dios no estaba allí, o nunca había estado. O quizá les estaba mirando como él miraba a las hormigas a través de la lupa o como él miraba ahora mismo al Adulto.

- Te dije que no queríamos mayores –sentenció.

Alzó la vista y miró a los zombis. Ya no eran figuras oscuras que aparecían entre los coches y se aproximaban sigilosamente hacia ellos. Eran un ejército que marchaba lentamente, con deformados rostros grises, fauces abiertas, cuerpos putrefactos, descompuestos y su lamento que se dejaba escuchar por toda la ciudad muerta.

Tomó a la Niña de la muñeca.

- Vámonos –dijo con sequedad y tiró de ella.

La Niña no le quitaba la vista de encima al Adulto que comenzó a arrastrarse tras ellos, suplicando ayuda, pidiendo clemencia, que no le dejaran allí tirado, solo, abandonado. Pidiendo amor.

Ella, como siempre desde que todo había comenzado, se dejó llevar por él. Estaba aturdida a causa de la tensión, aterrada por la cantidad de muertos que aparecían de todas partes. Corrieron de la mano, torcieron por una esquina y los vieron caminando hombro con hombro al fondo de la calle, con esos ojos turbios y hambrientos fijos en ellos. El Niño la llevó a rastras hasta el portal de la Casa, sacó las llaves del bolsillo del pantalón vaquero y abrió con prisas la gran puerta de la entrada. En un pestañeo estaban dentro de la casa. Sin la comida, sin el carrito, asustados y con ganas de llorar.

El Niño cerró con llave la puerta, la tomó del antebrazo mientras subían las escaleras hasta llegar a la casa que fue de la abuela de la Niña. Parecía que había sido hace una eternidad cuando su abuela la hacía recitar sus oraciones en el pequeño salón.

Cuando cerraron la puerta de la casa y echaron el cerrojo se sintieron a salvo, a salvo en esa vieja y oscura casa, lejos de los zombis y de los adultos. Solos ellos, los dos, en medio de un silencioso mar de cemento, metal, cristal y cadáveres.

Y de repente le oyó. Le oyó chillar. Escuchó cómo se lo comían. El Niño corrió hacia la ventana y miró entre las rendijas de la persiana. La Niña le vio, era como cuando miraba a la dependienta del supermercado. O a otros zombis a los que habían matado.

La Niña tuvo una arcada, le dio tiempo a taparse la boca con la mano y contuvo al vómito que se abría paso por su garganta. El Niño le dirigió una fría mirada y negó con la cabeza, como diciendo: estas chicas que no aguantan nada.

- Eso no es lo que quería Dios –consiguió decir la Niña mientras el Adulto seguía desgañitándose.

Además de los gritos se había empezado a oír los sonidos de los zombis alimentándose.

- ¿Y cómo lo sabes? –preguntó él, sin perderse el espectáculo.

- Mi abuela. Mi abuela me decía que Dios era bueno, que Dios nos quería –la Niña había empezado a llorar y ni si quiera se había dado cuenta.- A Dios no le gusta que le disparemos a la gente y que nos hagamos daño. Jesús, su hijo, dijo que nos debíamos amar los unos a los otros.

El Adulto seguía gritando, pero los gruñidos de los zombis mientras se lo comían se oían por todas partes.

- Eso era antes. Antes cuando eran los mayores los que mandaban. Ahora ya no. Estamos sin mayores, Eva. Y no los necesitamos.

Eva, la niña, dio un triste suspiro. Se acercó a la ventana, se puso al lado del Niño y apoyó la cabeza sobre su hombro, con delicadeza.

- Lo se, Adán –dijo ella con dulzura, y pasó su mano alrededor de la cintura del chico.

Había muchos zombis en la calle, pero se estaban disgregando poco a poco. El festín había terminado, del Adulto sólo quedaba una mancha roja en la acera.